viernes, 3 de febrero de 2023

Escribiendo microrrelatos improvisados con el chat. Parte 1

    En esta ocasión y para celebrar el día de... "leer en voz alta", le pedí a mi chat de Twitch que me dijesen algunas palabras para crear microrrelatos durante el directo. Yo me disfrazaría de aquello que me pidiesen y estuviese relacionado con el microrrelato que estuviese haciendo en cada momento y, esto, fue lo que creamos en esas dos horas. 

    Las palabras que me pidieron que utilizase están subrayadas y en cursiva dentro de las historias. 
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El deseo de un hada

    Cuando el universo no era más que una mota de polvo en el espacio vacío, una pequeña hada de los deseos le ofreció a Zeus aquello que más deseara, por supuesto, a cambio de darle a ella algo que amara. De repente, el dios de dioses se levantó de su trono y, con su poderoso rayo, lanzó una ráfaga que recorrió el vacío, creando las estrellas en las que hoy vivimos.

    Cuando el hada fue a preguntarle lo que él dios más deseaba, este le dijo que soñaba con ser adorado por todas las criaturas que él creara. El hada se quedó pensativa y le concedió lo que pedía, poco después, le preguntó por el ser que podría amar con toda su alma y que Zeus le había prometido en aquella antigua cháchara. El dios le respondió que podría elegir, de entre todos los animales que había creado, el que más le gustara.

    El hada paseó por cada mundo, intentando encontrar aquel ser con el que más se identificaba y, de repente, al llegar a la Tierra, encontró la paloma de la paz que con su vuelo y su cantar a todo el mundo alegraba.

    Y ambos fueron felices, el hada con su paloma y Zeus con la adoración que su nombre provoca.

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El vaquero

    Sentado en su pequeña mecedora de madera, un viejo vaquero de los que ya apenas quedan, observa el horizonte en el porche de su pequeño rancho a las afueras de Texas. De repente, un coyote aparece en lo alto de una de las elevaciones rocosas, que se encuentran a varios kilómetros de distancia y a aullar comienza.

    El vaquero estira el brazo y recoge su escopeta, pues aquella  es una señal clara de lo que le espera. Su familia se marchó de aquellas tierras, debido a los indios que las pueblan; pero él no dejará de luchar por la tierra que tanto sudor, sangre y lágrimas derramó para mantenerla.

    Se escuchan los gritos de guerra, los cascos de los caballos, y, el viejo vaquero morirá luchando, como siempre, con las botas puestas.

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El exorcista

    En las paradisiacas playas de Hawai, un joven exorcista residente en Bombai, se sienta en la arena con las manos manchadas de sangre, Su trabajo es muy duro y apenas gratificante. Por cada demonio que combate, surgen otros tres a los que exorcizar, como la Hidra de Hércules a la que fue casi imposible de matar.

    Si tan solo hubiese luchado un poco más, aquella joven seguiría con vida o, por lo menos, su alma en el paraíso descansaría.

    Una ola le golpea los pies y al mirar al horizonte, descubre que todo está en llamas a su alrededor; pues… la joven en el exorcismo, no fue la única a la que el demonio mató.

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La espada y el charcutero

    En un hermoso pueblo pesquero, vivía un charcutero que había perdido a su familia durante la guerra. La pandemia que llegó después arrasó con todos, dejándole a él solo en el mundo con su negocio.

    Una noche que regresaba a su casa en la montaña, se topó con una luz proveniente de una gruta cercana. Decidió acercarse a comprobar aquello que brillaba y se encontró con una espada en la piedra clavada.

    El hombre decidió cogerla para cortar la carne en su negocio, pues se notaba que la hoja estaba bien afilada y no tendría que comprar nuevos cuchillos en una larga temporada. De repente, al tocar el mango de la espada, sus peores pesadillas le llegaron a la mente  y le hicieron retorcerse; pues recordó la forma en que había despedazado a su familia, para vendérsela a los clientes.

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La escritora  y el fantasma

    Los dedos de la joven promesa de la literatura romántica, vuelan por el teclado de su vieja máquina de escribir. Es amante de lo clásico, le gusta el café recién hecho por las mañanas y sueña con ver al hombre tan apuesto, que vio en aquellas fotografías en blanco y negro, aparecer en su puerta con un buik negro.

    De repente escuchó el motor de un coche detenerse junto a su ventana y, al asomarse para ver quién llegaba a su morada, descubrió que era el mismo hombre que había visto en el museo, cuando lo visitó la semana pasada.

    ¿Cómo podía ser cierto? Aquellas fotografías tendrían varias décadas a sus espaldas. ¿Quién sería aquel caballero que la sonreía, apoyado en la carrocería de aquel auto clásico y que tan bien se conservaba? ¿Acaso era producto de su imaginación o se trataba de un auténtico fantasma?

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El laberinto

    Marisol miró hacia el cielo encapotado y pensó que sería imposible escalar el muro que tenía enfrente. Aquel laberinto en el que aquel hombre la había encerrado, se volvía más y más enrevesado con cada nueva trampa que lograba esquivar.

    De repente llegó a una intersección y descubrió un agujero en el suelo, el laberinto estaba en obras y aún no había sido construido por completo. ¿Cómo saldría de allí si la salida estaba al otro lado ¿Lograría atrapar el queso entre sus patas, sin morir en el intento?  Y si lo lograba, ¿la librarían del siguiente experimento?

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Elsa al cuadrado

    Cuando Elsa Pataky recibió la oferta de aquella nueva versión real de Disney, no podía creerse la suerte que había tenido al toparse con el director, días antes en el rodaje de su marido. No soportaba mucho el frío, pero por los millones que cobraría al hacer de Elsa —la de Frozen —en la película de acción real, merecía el esfuerzo.

    Pero cuando descubrió que sería David Bisbal quien haría la banda sonora, decidió declinar la oferta para seguir haciendo ejercicio con los canguros de la zona. Entonces, un balón le golpeó en la cara y se despertó del profundo sueño en el que se encontraba, en la espléndida terraza de su casa.

    Todo aquello había sido un sueño, al igual que le pasó a Resines en cierta serie que no mencionaremos.


FIN

Un milagro por Navidad

 

    Cuando Álvaro se despertó aquella mañana, unos días antes de Navidad, lo hizo con una gran sonrisa de oreja a oreja. Los demás niños revoloteaban a su alrededor sin parar, saltando de cama en cama y, rebuscando entre sus desvencijadas ropas, algo que poder ponerse encima del pijama; estaban deseosos por salir al jardín a jugar con la nieve, que no había dejado de caer en toda la noche.

    Soñaban con los manjares que podrían degustar en Nochebuena y los dulces que, en aquel lugar, solían escasear. La luz había subido demasiado y tan solo podían calentarse, mediante un par de estufas los días más fríos del invierno; por suerte para los pequeños, aquel era uno de ellos.

    Mientras Álvaro se vestía y se ponía las botas, observó a una de sus “hermanas” pequeñas llorando en un rincón junto a la estufa. El niño terminó de vestirse y se acercó a ella lentamente, para no sobresaltarla.

    ¿Qué pasa, María? ¿Por qué lloras? —Le preguntó con delicadeza, mientras se dejaba caer a su lado en el suelo.

    Echo de menos a mis padres —dijo la pequeña niña entre sollozos.

    Lo sé, pero nos tienes a nosotros.

    ¡Quiero a mis padres! —Se quejó y entonces, se echó a llorar en los brazos de su “hermano”.

    Tú al menos conociste a tus padres, yo era demasiado pequeño para recordar a los míos. También murieron en un accidente de coche o… eso me dijeron.

    ¿Por qué tuvieron que morirse?

    Buena pregunta.

    ¿Por qué nos dejaron solos?

    No creo que lo hiciesen a propósito. Seguramente nos estén cuidando desde el cielo.

    ¿Cómo lo sabes? —Preguntó la pequeña alzando la vista, mientras se limpiaba la nariz con la manga del pijama.

    Porque no estamos solos, nos tenemos los unos a los otros y… quién sabe, a lo mejor encontramos a una familia con la que poder pasar esta Navidad.

    ¿Cuánto tiempo llevas esperando a una familia nueva?

    Mucho tiempo, pero eso no te pasará a ti, porque eres una niña muy buena y seguro que te adoptan enseguida.

    Tú también eres bueno y siempre nos cuidas.

    Porque soy el mayor, es mi obligación. Ya tengo doce años.

    ¿Por eso no te adoptan?

    No es eso. Si yo me fuese… ¿quién cuidaría de vosotros?

    Las señoritas.

    Ya, pero les dais mucho trabajo y necesitan de mi ayuda.

    ¡No quiero que me adopten!

    ¿Por qué dices eso? —Preguntó el huérfano, pues aquella afirmación le había pillado por sorpresa.

    Porque no quiero alejarme de ti.

    No te preocupes, que iré a visitarte.

    ¿Me lo prometes?

    Lo prometo. Ahora ponte el abrigo y las botas, porque, mientras preparan el desayuno, vamos a fabricar un muñeco de nieve en el jardín.

    ¡Sí!

    ¡Corre! —Y la pequeña le hizo caso, pues aquello le había devuelto la ilusión; al menos por un rato.

La Navidad en un centro de acogida no era tan divertida como en una casa con una familia normal, regalos y una buena chimenea o calefacción; pero, aquellos huérfanos la disfrutaban al máximo. Las voluntarias que acudían allí casi todos los días —para ayudar a las monjas a cuidarles —intentaban hacerles olvidar todo lo malo que habían pasado en su corta vida.

Algunos habían perdido a sus padres en accidentes o graves enfermedades y otros habían sido rescatados por los servicios sociales, incluso más de uno había sido abandonado a las puertas del orfanato en un cesto o recogido de la basura. ¿Cómo puede alguien hacer algo así con sus propios hijos?

En aquel centro no había dinero para regalos caros, ni grandes comilonas de las que llenan el congelador de tupers durante meses, pero al menos estaban a salvo y tenían un techo bajo el que cobijarse. Cada año celebraban el amigo invisible por Navidad con mucha imaginación, cartulina y extra de purpurina.

Para comer solían tener las sobras que un restaurante cercano les proporcionaba cada Nochebuena y, de postre, un bastón de caramelo de la tienda de la esquina; pues aquel viejecito recordaba los días que pasó en aquella misma situación y el hambre que tenía.  

Álvaro era el mayor niño en adopción que quedaba en el centro. Nunca había tenido suerte. Nadie se había fijado en él. Siempre hubo un niño más guapo o más alto, con más carisma y desparpajo o incluso más listo que aquel niño abandonado; pero tan bueno era Álvaro, que procuraba esconderse a la hora de las visitas para que adoptasen a sus “hermanos” antes que a él. Tenía un corazón de oro, como decían las señoritas que le cuidaban en aquel orfanato, lo malo era que casi nadie se tomaba el tiempo de comprobarlo.

    ¿Dónde te metiste? Te has perdido la selección —le decía siempre Marta, la joven que más se preocupaba por él (una chica universitaria que colaboraba como voluntaria los fines de semana, siempre que su carrera de psicología le permitiese hacer una escapada).

    Estaba por ahí.

    ¿Por qué? ¿Acaso no quieres que alguien te adopte? ¿Tener una familia?

    ¡Claro que sí!

    Entonces… ¿por qué desapareces?

    Porque ellos lo necesitan más que yo.

    Eso no es cierto. Todos lo necesitáis. Ellos serán adoptados a su debido tiempo, cuando llegue una familia hecha a su medida. ¿Por qué tú no puedes correr la misma suerte?

    Llevo demasiado tiempo aquí, desde que tengo uso de razón y, si no me han adoptado ya… dudo que lo hagan.

    No tienes que perder la esperanza.

    Lo sé y no lo hago; pero… es difícil mantener la esperanza, sobretodo en estas fechas.

    Eres un niño muy bueno, te mereces una familia que te quiera, un gran árbol de Navidad y un montón de juguetes con los que poder jugar con la barriga llena.

    Y ellos también. Además, nuestro árbol está bien y los bastones de caramelo del viejo de la esquina están muy ricos —dijo, mirando a aquel pequeño trozo de azúcar que colgaba del árbol de plástico despeluchado y que estaba cargado de adornos viejos y medio desconchados.

Cada año, cuando se acercaba la Navidad, se producía esa misma conversación entre Marta y Álvaro; ya era incluso una especie de tradición. La joven estudiante hubiese adoptado al pequeño en más de una ocasión —de haber tenido los ingresos mínimos necesarios para hacerlo —, pero su solicitud siempre había sido rechazada en el último momento.

Se le partía el corazón cada vez que le veía despedirse de sus hermanos adoptivos a través de la ventana de su cuarto. Por allí pasaban muchos niños cada año, pero Álvaro parecía estar anclado al orfanato. 

De repente, cuando Álvaro y María salían por la puerta que daba al jardín, se toparon con un hombre alto vestido con una gabardina negra, que llevaba un paraguas en la mano. El pequeño alzó la vista y sus ojos se encontraron con dos esmeraldas que le observaban desde lo alto.

    Niños, tened cuidado; hace mucho frío ahí fuera.

    Vamos abrigados —respondió Álvaro.

    No del todo. Toma, ponte tú esta bufanda al cuello y dale a ella los guantes. Si va a jugar con la nieve, se le pueden quedar helados los dedos —le dijo al pequeño, entregándole las prendas.

    Me quedan muy grandes —respondió la pequeña, tras probárselos.

    Es cierto, pero al menos no se te congelarán los dedos.

    ¡Esperad! —Se escuchó decir a Marta, que venía a la carrera con un mandil lleno de manchas. Había escuchado la campanilla que había colgada en la puerta y salía a prisa para recibir a las visitas—. Toma los míos, creo que te quedarán menos grandes y, así, esos puedes devolvérselos al señor. ¿Cómo se dice?

    ¡Gracias! —Dijeron los dos niños a la par y salieron corriendo.

    No hay que darlas —respondió el hombre, pero los niños ya se habían perdido en la blanca espesura de la nieve, que cubría todo el patio delantero de la casa.

    Perdone, ¿quién es usted? —Preguntó Marta, quitándose el mandil y dejándolo sobre una silla del recibidor.

    Soy el nuevo director del centro, me llamo Jorge —respondió, mientras sonreía y le quitaba un pedazo de masa de galletas a la joven del pelo.

    Perdone, estaba haciendo galletas para los niños y no le había reconocido. Bienvenido, pase. Me llamo Marta y soy una de las cuidadoras voluntarias.

    Encantado de conocerte, Marta. Tutéame, por favor.

    Está bien. ¿Quieres que te enseñe todo esto?

    Sí, estaría bien.

    Por cierto, siento lo de tu padre. Adoraba a estos niños.

    Lo sé, por eso estoy aquí. Quiero continuar con su legado, aunque no sé cómo lo voy a lograr, pues he de compaginar mi trabajo con este otro —respondió y por poco se le quiebra la voz al hacerlo. Ocultaba algo y la joven se había dado cuenta.

    ¿A qué te dedicas?

    Soy abogado.

    Bueno, espero que encuentres la mejor manera de compaginar ambas cosas, por el bien de estos niños.

    ¿Comenzamos la visita? —Dijo Jorge, cambiando de tema.

    Claro.

Jorge trabajaba en uno de los mejores bufetes de abogados de la ciudad y, pese a querer cumplir la última voluntad de su padre y cuidar de los huérfanos, sabía que sería tremendamente complicado. Su padre era un ángel, o así le apodaban todos aquellos que le habían conocido en algún momento; pero las deudas que había dejado tras su muerte, ascendían a una suma tan grande que —sin un milagro navideño —, tendrían que cerrar el centro antes de llegar a Enero.

¿Qué podría hacer él para evitarlo? Llevaba semanas al teléfono intentando buscar una solución, pero solo se encontraba con un escollo tras otro. ¿Qué sería de todos aquellos niños, si se veía obligado a cerrar el orfanato?

Cuando llegaron al despacho de su padre, se acercó al escritorio de caoba y comenzó a acariciar la superficie de madera. Aquel tacto le resultaba familiar. Había pasado muchas horas correteando por aquellos pasillos, mientras su padre trabajaba y su madre le dejaba a su cargo, por lo que, aquello, se había convertido en su segundo hogar. Acto seguido llegó hasta la silla y, tras acariciar la tela deshilachada de color marrón, se sentó en ella y suspiró.

    ¿Qué sucede? —Preguntó Marta.

    Creo que tendremos que cerrar el orfanato a finales de año.

    ¿Qué? ¿Por qué?

    Mi padre lo dio todo por este lugar y estos niños. Hipotecó su casa varias veces, pidió miles de favores y, ahora que ha muerto, no sé cómo afrontar la deuda que ha contraído en todo este tiempo.

    ¿A cuánto asciende la deuda?

    Más de seiscientos mil euros.

    ¿Cuánto? ¡No me lo puedo creer!

    Así es. Llevo semanas encerrado en casa haciendo números y, aunque vendiese mi casa y pidiese un préstamo, cosa que pienso hacer, solo serviría para salvar la deuda; no puedo mantener esto abierto.

    ¿Cómo contrajo tu padre esa deuda?

    Un centro así lleva muchos gastos y jugó todas sus cartas antes de morir, para mantener a estos niños  a salvo el máximo tiempo posible; pero, ahora… y tras la muerte de mí madre un año antes, me toca pagar todo esto a mí y no sé cómo.

    ¿De verdad vas a vender tu casa?

    No me queda otra, por suerte tengo un buen trabajo y no necesito pagar a un abogado que me lleve los trámites. Puedo quedarme en casa de un amigo una temporada, pero tampoco quiero abusar. Aunque, como digo, eso solo sirve para pagar la deuda, no para mantener el orfanato.

    ¡Menuda casa debes tener! ¿Y los niños? ¿Qué será de ellos?

    Tendré que vender algo más que mi casa, por eso me quedo en la calle y estoy aquí. Tú los conoces mejor. ¿Crees que podríamos hacer algo para que adoptasen a la gran mayoría de niños antes de Año Nuevo? El resto tendrá que irse a otros centros de acogida.

    ¡¿Qué?! Es una locura.

    De los trámites me encargo yo y tengo contactos en adopciones, pero como organizador de eventos soy un desastre.

    ¿Cómo vamos a hacer que adopten a treinta niños antes de Enero?

    No lo sé, pero no podemos dejarles en la calle. ¿Me ayudarás a idear algún plan? Estoy por vender uno de mis riñones si es preciso, pero me gustaría conservarlo, sobretodo, ahora que tengo que dormir al raso.

    ¡Claro que te ayudaré! Y no pienso permitir que estos niños pasen la Navidad en a la intemperie y tú tampoco. Si de verdad vas a vender hasta tu casa para pagar la deuda que tu padre contrajo por ellos, lo menos que puedo hacer es pedirte que te quedes en mi apartamento.

    ¿Cómo? Si no me conoces de nada.

    Lo sé, pero alguien que hace algo así por unos huérfanos, no puede ser mala persona. Otro hubiese vendido el centro y hubiese echado a los niños a la calle en Navidad, sin contemplaciones. Tú quieres hacer lo posible porque encuentren un hogar y pienso ayudarte.

    No sé, yo…

    Mira, mi compañera de piso se ha ido hace poco, le ha salido un trabajo en Andalucía y yo estoy buscando un nuevo compañero de piso. ¿Por qué no? Tienes un buen trabajo y puedes pagarme un alquiler.

    ¿Dónde está tu piso?

    Cerca de la Universidad.

    Pues no me pilla lejos del bufete de abogados, podríamos probar una temporada a ver qué tal nos va.

    Me parece bien. Esta tarde, cuando salga de aquí, te ayudaré con la mudanza.

    No voy a poder llevarme muchas cosas, lo he vendido casi todo.

    Mejor, así no nos llevará mucho tiempo.

    No hay mal que por bien no venga, ¿no? —Y ambos se echaron a reír.

    ¿Cómo se lo vamos a decir a los niños?

    No lo hagamos todavía, esperemos a después de Navidad. No quiero chafarles las fiestas y, de todas formas, aún no tenemos ninguna solución al problema.

    ¡Lo tengo!

    ¿El qué? ¿Ya? ¡Qué rapidez!

    Podemos hacer una fiesta de Navidad e invitar a los posibles adoptantes para que estén con los niños ese día y vean lo bien que podrían estar si los adoptasen.

    ¿Una gala benéfica? ¡Es una idea estupenda! ¿Crees que podríamos organizarlo a tiempo? Solo faltan cinco días para Navidad.

    Ahora somos compañeros de piso, podremos echarle horas extra al asunto.

En ese momento en el que Marta y Jorge hablaban, el pequeño Álvaro estaba detrás de la puerta escuchando sin querer. Había ido a devolverle la bufanda a aquel hombre tan amable, para no mancharla a la hora de hacer ángeles en la nieve; pero… al escuchar aquella conversación, sus ojos se llenaron de lágrimas y permaneció inmóvil, sin decir una sola palabra.

¿De verdad tendría que despedirse de sus hermanos? ¿Qué sería de él? ¿Lo echarían a la calle después de Navidad? Nadie había querido adoptarle antes, ¿por qué iba a ser ahora diferente?

…………………………………..

 

Los días pasaron y llegó la mañana previa a la Navidad. Todos estaban ilusionados porque aquella noche se celebraría una gran fiesta en el orfanato y a muchos los podrían adoptar. Los niños prepararon sus mejores galas y las voluntarias, junto a las monjitas que los cuidaban, arreglaron la entrada con un montón de adornos que Jorge había logrado rescatar en la mudanza.

Tan solo había tres personas en aquel centro con el corazón en un puño: Jorge sentía no poder hacer más por aquellas criaturas, Marta estaba destrozada, aunque sonreía para que no se le notara y Álvaro, daba consejos a sus hermanos para que fuesen educados y así quisieran adoptarlos.

De repente, la pequeña María salió del centro gritando y llorando hasta la calle, pero solo Álvaro se dio cuenta y salió tras ella. No llevaba abrigo y fuera estaba nevando, pero si se entretenía buscándolo, perdería de vista a la niña que seguía corriendo sin parar.

Cruzaron varias calles hasta que, de repente, María se detuvo en medio de la calle.

    ¡María! ¿Por qué has salido sola del orfanato? ¿Qué sucede? —Preguntó el niño al llegar a su altura.

    Creí haber visto a mi mamá, pero no era ella.

    Tu madre murió.

    Lo sé, pero pensé que era ella. Vi a una señora con un abrigo como el de mi mamá y salí corriendo.

    Al menos tienes tu abrigo, hace mucho frío. Será mejor que regresemos al orfanato —pero, tras mirar a su alrededor… se dio cuenta que no sabía dónde se encontraban.

    ¿Nos hemos perdido?

    No, pero daremos una vuelta ya que hemos salido. ¿Te parece bien?

    ¿No tienes frío?

    ¿Yo? ¡No! —Aunque los labios morados del pequeño y la tiritona que recorría todo su cuerpo, decían todo lo contrario.

    Mientras tanto, en el orfanato…

    Marta comenzaba a impacientarse, hacía tiempo que no había visto a los dos pequeños y decidió revisar el centro de arriba abajo. Jorge, que no había podido apartar la mirada de ella desde que habían salido de casa —tras verla con aquel vestido negro ceñido —, sintió que algo andaba mal y fue tras ella.

    Marta, ¿estás bien?

    Sí, pero no encuentro a dos de los niños.

    ¿Cuáles?

    Los que te cruzaste el otro día a tu llegada. De Álvaro me lo esperaba, pues siempre se esconde para que adopten antes a sus compañeros, pero de María… ¡Le encantan los dulces y aquí hay para un regimiento!

    Quizás estén juntos escondidos.

    Si conocieses a María como yo, sabrías que no sería capaz de apartarse de la mesa de los dulces en toda la noche.

    Pues entonces busquémoslos. Tú mira por esta planta y yo bajaré a la otra, a lo mejor están en el jardín.

    De acuerdo —y eso hicieron.

    Jorge rebuscó por toda la planta baja, entre la multitud que no dejaba de llegar, mientras que Marta barría la planta de arriba con la mirada y buscaba hasta detrás de las plantas.

    Varios minutos después se encontraron nuevamente en la escalera y la hermana Asunción se acercó a ellos, porque intuía que algo no iba como debería.

    Hermana, nos faltan dos niños —dijo Marta.

    ¿Cómo es eso posible?

    El abrigo de María no está, pero el de Álvaro sí y la puerta está abierta; aunque puede que sea porque no deja de entrar y salir gente —añadió la joven.

    ¿Qué hacemos, Dios mío? —Rezó la hermana.

    Saldremos a buscarlos. ¡Coge tu abrigo, Marta, no deben andar lejos! —Y entonces Jorge tomó la mano de su compañera de piso y ambos salieron por la puerta del centro más rápido de lo que el mismísimo Flash lo hubiera hecho.

    Se patearon todas las calles cercanas al orfanato un par de veces y, al ver que no había ni rastro de los muchachos, comenzaron a pensar más a lo grande. ¿A dónde irían dos niños pequeños el día de Nochebuena?

    Quizás a ver el árbol del centro.

    O a patinar sobre hielo.

    ¿Sin abrigo?

    Quizás se llevó el de otro niño.

    No tienen dinero, ni forma de comunicarse con el centro. ¿Y si les ha pasado algo?

    Tranquila, seguro que estarán bien, Álvaro es un niño muy listo y cuidará de María.

    Lo sé, pero tengo miedo de que alguien pueda hacerles daño, contra eso poco puede hacer.

    Será mejor que sigamos buscando. ¿A dónde vamos primero? ¿Al árbol?

    No, mejor al lago, tienes razón. Hace mucho que los niños no salen solos del centro y pueden haberse perdido, pero el lago al que les solemos llevar a patinar cuando hace más frío, está cerca de aquí y puede que Álvaro se acuerde.

    Es una buena idea, si recuerda dónde está el lago, puede acordarse de cómo llegar al orfanato desde allí. ¡Vayamos!

Mientras tanto, en el lago…

    La pequeña María estaba muy triste, no podía dejar de llorar; por ello, cuando Álvaro vio aquel lago helado al que solían llevarles en los días más fríos, recordó la cara de felicidad de la pequeña al patinar sobre hielo por primera vez.

    ¿Sabes una cosa? Podemos jugar en el hielo un rato antes de volver a la fiesta. ¿Quieres?

    ¡Sí! Pero no tenemos patines.

    No nos hacen falta, podemos deslizarnos despacio y con cuidado, para no caernos y hacernos daño.

    ¡Vale! ¡Yo primera!

    ¡Espera! ¡Antes hay que comprobar el estado del hielo! ¡María!

Pero ya era tarde, el hielo comenzó a resquebrajarse bajo los pies de la pequeña y, en cuestión de segundos, desapareció por completo bajo las frías y oscuras aguas congeladas. Álvaro se lanzó a por ella y consiguió alcanzarla, antes que se perdiera para siempre bajo la superficie helada. Al salir a flote, intentó auparla para sacarla del agua, pero el hielo estaba muy débil y la niña no podía agarrarse a nada. 

De repente, Álvaro creyó escuchar una voz que le decía que aguantara. ¿Sería real o se la imaginaba? Entonces algo tiró de la pequeña, sacándola del hielo y unos fuertes brazos le agarraron a él del jersey, antes que las fuerzas le abandonasen por completo.

    ¡Están bien! ¡Están a salvo! —Gritó Marta, mientras era arrastrada de los pies por Jorge, a la par que ésta arrastraba a los dos niños, que no dejaban de tiritar.

    La joven pesaba menos, por lo que había sido ella la encargada de arrastrarse por el hielo hasta llegar a los pequeños. Habían escuchado los gritos de Álvaro cuando se acercaban al lago y, por ese motivo, habían llegado tan rápido.

    ¿Estáis bien? ¡Estáis helados! —Dijo Jorge, quitándose el abrigo y colocándoselo a Álvaro por encima, al igual que hizo Marta con María.

    Vayamos a casa y allí os calentaréis.

    ¿Al orfanato?

    No, mejor a casa. No queremos estropear la fiesta y, además, necesitáis un lugar donde descansar. Llamaremos al médico cuando hayais entrado en calor.

    Me parece bien. Os haré un chocolate caliente y comeremos pasteles. ¿Queréis?

 

Pocos minutos después los niños estaban acostados en la cama de Marta, durmiendo como dos angelitos, mientras los dos adultos les observaban desde el marco de la puerta.

    Duerme en mi cama, yo dormiré en el sofá —dijo Jorge.

    Ni hablar, puedo dormir en el sofá, no está tan mal.

    Es tu casa, qué menos que te ceda la cama.

    No es necesario. Además, pagas un alquiler.

    No me vas a hacer cambiar de idea.

    Tú a mí tampoco.

    ¿Qué vamos a hacer ahora?

    He hablado con la hermana Asunción y me ha dicho que la mayoría de niños han sido adoptados en la fiesta y de los que quedan, la mayoría ha recuperado a sus familias.

    ¿Cómo?

    Algunos fueron arrebatados a drogadictos o alcohólicos, pero se han rehabilitado y les han concedido de nuevo la custodia, por lo que volverán a casa bajo vigilancia.

    ¿Y ellos dos?

    No lo sé, he intentado adoptar a Álvaro en más de una ocasión, pero mis ingresos no son suficientes y me han rechazado como adoptante.

    Pero yo tengo buenos ingresos.

    Pero no una casa, al menos no una en propiedad.

    ¿Y si los adoptamos juntos?

    No somos familia.

    Podríamos… serlo.

    ¿Estás insinuando lo que creo que estás insinuando? —Preguntó Marta totalmente sorprendida.

    Sé que parece una locura, nos conocemos de hace unos días y vivimos juntos desde hace menos, pero… siento una conexión contigo como no he sentido por nadie. Recuerdo lo que me dijo mi padre el día en que le pregunté, cómo supo que mi madre era la indicada…

    ¿Qué te dijo? —Preguntó la joven, pues aquella pausa duraba demasiado.

    No se puede expresar con palabras, tan solo es algo que sabes en el fondo de tu corazón. Tienes la certeza de que tu vida no tiene sentido sin ella y eso, me está ocurriendo contigo en este momento. Yo…

    ¡Sí!

    ¿Perdona?

    Que sí, me casaré contigo. Yo siento eso mismo.  

    ¿Lo dices en serio? Pensaba que me tacharías de loco y me echarías de tu casa tan solo por insinuarlo.

    No sé lo que nos deparará el futuro, pero me gustaría comprobarlo contigo de la mano. Además, de ese modo podemos darles un hogar a esos dos angelitos. ¿No crees?

    ¡Sí, por favor! —Dijo Álvaro, levantándose de golpe al escuchar aquella afirmación.

    ¿Tú no estabas dormido? Es de mala educación escuchar las conversaciones ajenas —le recriminó Jorge, intentando aguantarse la risa.

    También lo es ponerse a hablar cuando alguien duerme justo al lado.

    ¿Qué pasa? —Preguntó la niña al despertarse.

    ¡Nos van a adoptar ellos!

    ¿Sí? —Y los dos niños se abrazaron.

    ¿Os parece bien? —Preguntó Marta.

    ¡Sí! —Dijeron los pequeños al unísono y saltaron de la cama para abrazar a sus nuevos padres adoptivos.

Lo que vino después os lo ahorraré, pero aparte de muchos trámites y deudas que pagar, al final pudieron celebrar los cuatro juntos, como familia, la siguiente Navidad.

 

FIN