UN ASESINO ENTRE
NOSOTROS
La
mayor parte del tiempo, la vida pasa sin que nos demos apenas cuenta, pero… hay
ciertos momentos —aquellos
que nos marcan en lo más profundo del alma —que nos hacen detenernos a reflexionar
sobre lo que acaba de pasar.
Esos pequeños “detalles”, apenas imperceptibles en
nuestro ajetreado día a día, son los más importantes a la hora de resolver un
caso, especialmente, si se trata de un asesinato.
¿Cómo descubrir a un asesino, cuando todos los presentes
son testigos y a la vez, la coartada de los demás? ¿Y si el investigador
privado también está presente en el momento del crimen? ¿Cómo es posible?
Acompáñame a resolver este caso, descubriendo al
asesino antes de llegar a nuestro destino.
…………………………………..
Es la víspera de Navidad y hace frío. El temporal
que asola la ciudad ha hecho que muchos vuelos sean cancelados, y otros, se
deriven a los aeropuertos cercanos. Las máquinas quitanieves no dan abasto,
pero un piloto experimentado decide ganarse un dinero extra, llevando a unos
turistas a sus destinos en avioneta.
— Lo
que hay que hacer en estas fiestas —dijo el hombre de negocios con un oso de
peluche gigante bajo el brazo. Llevaba además un maletín y un pequeño macuto
colgados del otro brazo.
— ¿Ese
bicho viene con nosotros? —
Preguntó el piloto.
— Sí,
es un regalo para mi hija, mañana hace cuatro años.
— Pues
si al final se llena la avioneta, tendrá que pagar un extra por el oso, es tan
grande que ocupará casi otro asiento más.
— Sí,
claro, no se preocupe.
— ¿Ya
estamos todos?
— ¡Esperen!
— Usted
debe ser el señor Fernández. Llega tarde.
— Sí,
el tráfico está fatal con la tormenta. Desde la dichosa Filomena no veía una
nevada como esta —dijo
el hombre, que llegaba a la carrera, arrastrando una maleta con ruedas.
— ¿Es
seguro viajar con esta tormenta? —Preguntó una mujer de la alta sociedad,
mientras su asistenta colocaba las maletas en la puerta de la avioneta.
— Está
jodida la cosa, pero soy un piloto experimentado y les llevaré a su destino a
salvo.
— ¿Vamos
todos al mismo sitio o tendrá que ir dejándonos de uno en uno? Porque tengo
mucha prisa —dijo
una mujer con gafas de sol y un bolso de viaje bastante amplio.
— Señora,
todo el mundo tiene prisa, no es la única. Por favor, antes de subir a la
avioneta, pasen por caja.
— ¿Dónde
está el mostrador? —Preguntó
la asistenta de la señora adinerada.
— Aquí
mismo, soy el piloto y el azafato de vuelo. Metan las maletas en el
compartimento de equipajes que nos vamos. Lo que no coja ahí, lo meten dentro
de la cabina, ustedes verán si quieren dejar algo en la terminal o viajar como
sardinas enlatadas.
— No
puedo dejar mi equipaje, voy a Ibiza para una boda. Se casa mi ahijada —añadió la señora
adinerada.
— Pues
yo voy a ver a mi hija y le llevo este regalo. Desde que la empresa de mi mujer
cambió su sede allí, apenas la veo.
— ¿Divorciado?
—Preguntó la mujer con
gafas de sol.
— Sí.
¿Cómo lo ha sabido?
— Soy
periodista, eso se nota.
— ¿Periodista?
Vaya, es verdad. Usted es corresponsal, creo recordar. ¿Para qué lleva esas
gafas de sol si está oscuro y encima ya sabemos quién es? —Quiso saber otro hombre,
que había permanecido apartado hasta el momento.
— ¿Y
usted quién es? —Interrogó
la mujer, mientras se quitaba las gafas de sol.
— Soy
el señor García, pero usted puede llamarme simplemente Carlos —se presentó el caballero
y besó la mano de la periodista, pillándola desprevenida; aunque en realidad
tan solo le besó el guante.
— Bueno,
creo que ya estamos todos, vayan subiendo a la avioneta, antes que la tormenta
empeore y nos tengamos que quedar en tierra —dijo, mientras recogía los sobres con
dinero que le entregaban los pasajeros y los olía —. Cómo me gusta el olor
del dinero —y
después entró en la cabina y aseguró la puerta.
Cuando estuvieron todos sentados en sus respectivos
lugares, el piloto contactó con la torre de control del aeródromo de Cuatro
Vientos en Madrid, para que les diese permiso para despegar.
— ¿Estás
seguro, amigo? Hace muy mal tiempo.
— Lo
sé, pero me conoces y sabes que una tormenta así no puede conmigo.
— De
acuerdo, tienes luz verde.
— Gracias,
nos vemos a la vuelta en un par de días.
Y la avioneta despegó con bastantes dificultades, debido
a las rachas de viento y nieve que habían vuelto a teñir la capital de color
blanco.
En la primera fila, tras el piloto, se encontraban
sentadas la dama de la alta sociedad y su asistenta.
En la segunda fila estaban el señor Fernández y el
padre de la niña con el oso de peluche ocupando el asiento libre entre ambos.
En la tercera fila el señor García, que estaba metiéndole
ficha a la periodista, que a su vez coqueteaba con él tras reconocerle por las
revistas.
— Ya
decía yo que me sonaba su cara, usted es el mejor abogado del país. Ha llevado
el caso de ese futbolista al que casi enchironan. ¿No es cierto?
— No
puedo hablar de mis clientes y menos con la prensa, aunque sea con una
periodista tan guapa como usted.
— Gracias,
y eso que voy de incógnito y no llevo apenas maquillaje.
— No
lo necesita —y
volvió a cogerle la mano y a besársela —. ¿Y a qué se debe este viaje?
— Me
tomo unas vacaciones de unos días, acabo de venir de Alemania, de grabar un
reportaje sobre los nazis y después de ver todo aquello, necesito despejarme.
— Debe
ser duro eso de los campos de concentración.
— Mucho.
¿Y a usted por qué le corre tanta prisa viajar? Yo solo tengo unos pocos días
para aprovechar.
— Tengo
que visitar a un cliente importante que está en la isla.
— ¿Algo
jugoso?
— Secreto
profesional, ya lo sabe, pero sí.
— Espere
un momento, no será por el tema ese de los pesticidas, ¿verdad?
— Sin
comentarios.
— Claro,
se comenta que el director de la empresa del vertido está desaparecido.
— ¿Tú
no estabas de vacaciones?
— Hasta
que no llegue a la isla, no, además, los periodistas no descansamos nunca.
— Uy
— dijo el abogado al
sentir que sus tripas rugían y no había cerca un cuarto de baño —disculpe, pero creo que
me está sentando mal el viaje y tengo el estómago revuelto.
Mientras aquel hombre comenzaba a sentir molestias y
náuseas, por otro lado, el hombre de negocios observaba por la ventanilla cómo
la tormenta se cernía sobre ellos y los relámpagos comenzaban a pisarles los
talones.
— Señor
¿está seguro que podremos atravesar la tormenta sin peligro? —Preguntó aquel hombre con
la voz entrecortada, debido a las sacudidas que la avioneta daba por culpa de las
turbulencias.
— ¡Claro
que sí, esto es pan comido! —Respondió
el piloto convencido de sus destrezas.
— No
tema, somos como un grano de arena en medio del desierto, es muy difícil que
uno de esos rayos nos alcance —le
dijo el señor Fernández para calmar los nervios de su compañero de viaje y los
suyos propios, por supuesto.
— No
me gusta volar, por eso mi mujer se ha llevado a la niña a una isla. Lo sabe
bien la muy…
— Pero
tienen la custodia compartida, ¿no?
— Qué
va, la tiene ella, porque yo viajo mucho y no puedo hacerme cargo de la niña.
— Pero
si tiene miedo a los aviones.
— Ya,
suelo irme en coche o en tren, aunque tarde más en llegar a mi destino. Ahora
con esto del teletrabajo no tengo que moverme tanto.
— Vaya,
lo siento, amigo. Siempre puede ir hasta Valencia y coger allí un barco.
— Sí,
es lo que suelo hacer, pero con este temporal azotando la península, no hay
manera. Este fue el único piloto que encontré que se atrevía a viajar con el
temporal.
— Sí,
me pasaba igual. Tengo que ir a la isla por cuestiones de trabajo y no podía
esperar.
Entonces un rayo, demasiado próximo al avión, hizo
que los pasajeros se sobresaltaran, desviando su atención.
— Me
vendría bien un cóctel ahora mismo, lástima que tengamos que viajar en estas
condiciones —se
lamentó la adinerada mujer algo disgustada por la falta de alcohol.
— ¿Quiere
uno? Llevo unas cuantas mini botellitas de esas que le gustan en el bolso —respondió su asistenta.
— Claro,
lo necesito de verdad para superar este viaje. Si no hubieses olvidado las pastillas
para el mareo, no me encontraría de tan mal humor y tan mareada.
— Lo
siento, señora —
se lamentó la mujer, mientras le entregaba una de esas botellitas de Vodka.
— Señora,
ya podría invitarse a una ronda —dice el piloto desde su puesto.
— Usted
pilote, no vaya a ser que por beber más de la cuenta, tengamos que dar media
vuelta. Si llego sana y salva a nuestro destino, le invitaré a las copas que
haga falta.
— Eso
está hecho, señora, pero un traguito no hace daño a nadie.
— Está
bien, dale una de las pequeñas.
— ¿Segura
que es buena idea? Es el único que sabe pilotar esta cosa.
— Un
trago no le matará, además, hace mucho frío y así entraremos en calor. Pregunta
a los demás pasajeros si alguien quiere unirse a la fiesta.
— Bien
dicho, señora —añadió el piloto.
Ya estaban sobrevolando el Mar
Balear, cuando éste comenzó a toser y a restregarse los ojos con la manga del
jersey.
— ¿Se
encuentra bien? —
Preguntó la mujer adinerada, al ver que el piloto comenzaba a respirar con
dificultad.
— ¿Ve?
Le dije que no era buena idea darle de beber —se lamentó la asistenta.
El padre de familia que se dio cuenta de la escena,
se levantó del asiento y le dijo al señor Fernández que le acompañase a
socorrer al piloto, pues este no se había dando cuenta de nada, al estar
echando una cabezada.
De repente, el piloto se orina encima y comienza a
convulsionar. El señor Fernández le saca del asiento, mientras el temeroso
padre y hombre de negocios, se sienta a los mandos y evita que la avioneta
caiga en picado.
— ¿Qué
sucede? — Preguntó el señor
García, que al notar alboroto en la cabina, se acercó a comprobar lo que
ocurría, pese al malestar que sentía.
— Está
muerto —dijo el señor
Fernández.
— ¿Cómo
lo sabe? ¿Es usted médico? —Preguntó
la periodista, que llegaba en esos momentos hasta las primeras filas de la
avioneta.
— No, soy policía, y he visto suficientes
cadáveres como para saber que este hombre no aterrizará el avión.
— ¿Cómo?
¡Estamos todos muertos!
— No
se alarmen, no ganamos nada con ello. ¿Usted puede mantener el avión en el
aire? —Le preguntó al hombre
de negocios.
— Mientras
no tenga que hacer otra cosa que sujetar el volante o como se llame esto, sí,
pero olvídense que yo aterrice el avión.
— ¿Alguien
sabe pilotar?
— ¿Cree
que si alguien supiese hacerlo, no lo habría dicho ya?
— Vuelvan
todos a sus asientos, contactaré con la torre de control más próxima, si logro
descifrar cómo funciona este cacharro.
…………………………………..
El señor García se sentó en su asiento y se llevó
las manos al estómago. El dolor cada vez era más agudo, sentía náuseas y la
cabeza le iba a estallar. Entonces, la joven periodista regresó a su asiento,
justo a tiempo de ver cómo el señor García se retorcía de dolor y comenzaba a
sudar por el esfuerzo.
— ¿Se
encuentra bien? —Preguntó
la periodista.
— No,
necesito ir urgentemente al cuarto de baño.
— Creo
que aquí no hay de eso.
— Pues
necesito aterrizar, de inmediato.
— El
piloto está muerto y ese hombre de negocios pilota el avión, pero no tiene
mucha idea que digamos. Están intentando contactar con la torre de control más
cercana.
— ¡No
puedo aguantarlo más! —Y
en ese momento, un olor nauseabundo comenzó a invadir toda la avioneta, a la
par que la cara de aquel pobre hombre se relajaba un poco más de la cuenta.
— Por
favor. ¡Qué asco! No pienso sentarme a su lado. ¡Qué falta de respeto! —dijo la joven y se
marchó a la primera fila, junto al oso de peluche gigante. Los asientos del
hombre de negocios y del policía estaban libres, pues ellos seguían intentando
contactar con la torre de control para que les ayudase en el descenso.
— Qué
mal huele —se
quejó la asistenta de la mujer adinerada.
— Ha
sido ese hombre, el abogado. No aguantaba más y se lo ha hecho encima. Me ha
revuelto las tripas y me dan ganas de vomitar —respondió la periodista con cara de asco,
mientras se tapaba la nariz con una mano.
— El
olor es nauseabundo —confirmó
la asistenta, sacando una botellita de colonia para olerla.
— Muchacha,
abre la ventana, este olor no se puede aguantar. Además, tengo mucho calor y me
encuentro mal —se
quejó la mujer adinerada.
— Señora,
vamos en un avión, no podemos abrir las ventanillas y más con esta tormenta —se disculpó la
asistenta y dejó de prestarla atención, pues sabía lo que vendría a continuación.
— ¿Calor?
Ahora que lo dice, yo también tengo sudores —se quejó la periodista.
— Será
por el estrés del momento. ¿Cómo vamos a aterrizar?
— No
lo sé, pero más vale que a esos dos se les ocurra algo, porque no pienso
aguantar un minuto más en estas penosas condiciones. Por cierto, ahora que el
piloto ha muerto, supongo que nos devolverán el dinero del viaje —preguntó la mujer
adinerada a su asistenta—ve
y pídele al policía que nos dé el sobre.
— Supongo,
señora, que ese dinero irá a la empresa para la que trabaja el piloto o su
familia —respondió la periodista
—. Ricos, cuanto más
tienen, más tacaños son —pensó
y volvió a mirar por la ventanilla, ajena a todo lo demás.
Mientras tanto, la mujer adinerada comenzó a
sentirse mareada, las manos le picaban y los sudores fríos aumentaban.
— Dame
un poco de crema hidratante, me pican las manos.
— Sí,
señora.
— Además,
estoy un poco mareada y tengo náuseas.
— ¿Quiere
algo para el mareo?
— Quisiera
mis pastillas, pero la incompetente de mi asistenta se las dejó en casa —le dijo, mientras la
miraba con odio.
— Tengo
otra botellita de vodka para las emergencias.
— Dámela,
a ver si eso me calma los nervios.
— Tenga.
¿Necesita algo más?
— Aterrizar
cuantos antes, para perder esta lata de sardinas de vista. Ve a ver cuánto nos
queda y recuerda pedirle el sobre del dinero al policía.
— Enseguida,
señora —y la asistenta se
levantó y fue a la cabina para hablar con el agente.
En la cabina las cosas no iban mejor.
— MEIDEI,
MEIDEI. Aquí la avioneta con destino a Ibiza. ¿Alguien me escucha?
— Aquí
torre de control del Aeródromo de Santa Eulalia del Río en Ibiza.
Identifíquese.
— ¡Por
fin! Me llamo Óscar Vázquez y no soy el piloto, soy un pasajero. Nuestro piloto
ha muerto y estoy yo a los mandos. Les paso con el policía que viene con
nosotros en la avioneta, para que les informe de nuestra situación.
— Buenas
noches, torre de control. Soy el agente Fernández y paso a informarles. Nuestro
piloto ha muerto hace unos minutos, desconozco el motivo. Estamos atravesando
una tormenta y no hay nadie a bordo de la avioneta que sepa pilotar. El señor
Vázquez está a los mandos, necesitamos un instructor de vuelo que nos ayude a
aterrizar en el aeródromo más cercano.
— ¿Cuántos
pasajeros hay a bordo? —Preguntó
el hombre de la torre de control.
— Seis
personas, tres mujeres y tres hombres, a parte del cadáver del piloto.
— Está
bien, mantengan la calma y no se retiren. Voy a dar parte a las autoridades y a
buscar un instructor de vuelo.
— Perdonen.
¿Han logrado contactar con los de ahí abajo? —Preguntó la asistenta cuando se aproximó
a la cabina.
— Sí,
acabamos de hablar con ellos, van a buscar a un instructor de vuelo que nos
ayude a aterrizar —respondió
el policía.
— Por
cierto. ¿Qué es ese olor tan asqueroso? —Preguntó el hombre de negocios.
— El
señor García no aguantaba más y se lo ha hecho encima.
— Iré
a ver lo que le ocurre. Vuelva a su asiento.
— Mi
señora me ha pedido que le devuelvan su dinero, ya que el piloto ha muerto y el
viaje está siendo tan accidentado.
— El
dinero es una prueba en una investigación abierta por asesinato.
— ¿Asesinato?
—Pregunta el hombre de
negocios.
— Es
lo que me temo.
— ¿No
fue un infarto? —Interrogó
la asistenta con cara de asombro.
— Eso
pensé yo en un primer momento, pero tengo mis sospechas que puede haber sido
premeditado.
— ¿Eso
quiere decir que hay un asesino entre nosotros?
— Todos
son sospechosos hasta que se demuestre lo contrario. Ahora, con su permiso, iré
a ver lo que le ocurre al abogado. Vuelva a su asiento y usted, si la torre de
control se pone de nuevo en contacto con nosotros, avíseme.
— Claro.
La joven regresó a su asiento, donde la anciana
adinerada se había quedado dormida con la cabeza sobre su pecho e intentó no
despertarla, para evitar tener que aguantarla. Cuando está de mal humor es
mejor ignorarla.
El policía se aproximó a la parte trasera de la
avioneta y vio al señor García hecho un manojo de nervios, con las manos sobre
el vientre y los ojos llenos de lágrimas.
— ¿Se
encuentra bien?
— No,
tengo incontinencia, me duelen mucho la cabeza y la tripa, y para colmo creo
que estoy hiperventilando.
— Échese,
voy a ver si hay un botiquín y algo que podamos utilizar para ayudarle —dijo el policía, con la
mano taponándose la nariz.
— Me
cuesta mucho respirar.
— Procure
mantener la calma, quizás sea algo que le sentó mal y unido a los nervios, solo
lo empeora. Voy a la cabina a buscar el botiquín, vuelvo enseguida.
El policía regresó a la cabina y comenzó a buscar
por todos los rincones algo que poder utilizar para ayudar al abogado. ¿Dónde
estaría el dichoso maletín de primeros auxilios? Entonces, la torre de control
solicitó su atención y contestó a la radio.
— ¡Dígame,
soy el señor Fernández! ¿Han encontrado al instructor de vuelo?
— No,
he intentado localizar a varios y nada. He conseguido contactar con el
aeropuerto principal de la isla y van a mandar a uno de sus pilotos de
inmediato, pero nos han recomendado que mientras puedan, sigan dando vueltas
por el cielo; la tormenta ha empeorado y no podrán aterrizar en las próximas
horas. ¿Han comprobado el combustible?
— No,
espere que lo mire. Ah, por cierto. Tenemos a un pasajero con problemas de
salud. Tiene incontinencia y le cuesta respirar. ¿Pueden avisar a un médico?
— ¿También?
Veré lo que puedo hacer. Tendría que haberme quedado en casa. No se retiren.
— No
tenemos a dónde ir —se
lamentó el hombre de negocios, mientras comprobaba el combustible —. Por fin una buena
noticia, creo que nos queda combustible para unas horas.
Los dos hombres permanecieron en la cabina, mientras
el abogado se lamentaba y las mujeres entablan conversación.
— No
sé cómo su señora puede dormir con este olor y tanto jaleo.
— Se
ha tomado dos botellitas de vodka, creo que dormirá un buen rato.
— ¿Está
bien? En esa postura se va a hacer daño en el cuello. Oiga, señora. ¿Se
encuentra bien? —Preguntó
la periodista, pero la mujer adinerada no movió ni un músculo.
— Señora,
señora —repitió la asistenta,
mientras le daba con un dedo en el brazo para despertarla, pero nada.
De repente, el cuerpo de la mujer cayó hacia el lado
de la ventanilla y se dieron cuenta que no respiraba.
— ¡Señora!
—Gritaron las dos
mujeres al unísono.
— ¿Qué
sucede? —Preguntó el policía.
— ¡Mi
señora está muerta! —Gritó
la asistenta.
— ¿Otro
más? ¿Qué está sucediendo aquí? Usted siga a los mandos y yo miraré el cadáver —le dijo al hombre de
negocios, que comenzaba a ponerse nervioso, nuevamente.
El policía se acercó al cuerpo sin vida de la
anciana y la asistenta se levantó para dejarle pasar. La joven se sentó junto
al oso de peluche y la periodista, pues la avioneta comenzaba a dar tumbos —debido a las
turbulencias —y
debían abrocharse los cinturones para no caerse.
El policía observó a la mujer, le tomó el pulso y,
tras ponerle un dedo debajo de la nariz, confirmó que estaba muerta. La causa
sería un poco más complicada de descifrar, pues era una mujer muy mayor y
quizás, por culpa de aquella estresante situación, sufriese un infarto y se le
paró el corazón: el piloto muerto, una tormenta de nieve, el abogado enfermo y nadie
capaz de aterrizar la avioneta. ¡Menudo caos! Pero si sufrió un infarto… ¿Por
qué su asistenta no se dio cuenta? ¿Por qué no la socorrió en el acto? ¿Y la
periodista? Estaba justo delante de ella. ¿Qué demonios había pasado?
— No
puedo creer que esté muerta, si solo estuve lejos de su lado un momento.
— ¿Usted
notó algo inusual? —
Le preguntó el policía a la periodista.
— ¿Yo?
No. Estuve atenta a lo que hablaban en la cabina y como no lograba captar casi
nada, me puse a escuchar la radio del móvil para ver si hablaban sobre la
tormenta.
— ¿Tomaba
mucha medicación? —Interrogó
a la asistenta.
— Lo
normal para su edad. Ni si quiera se tomó la pastilla para el mareo antes de
subir a la avioneta, porque se me olvidó en casa.
— No
toquen nada —dijo
el policía, poniéndose unos guantes y metiendo la botellita de vodka en una
bolsita de plástico —.
Menos mal que siempre voy preparado.
Después, tapó el cuerpo con una manta que había en
el compartimento sobre el asiento y se dirigió de nuevo a la cabina con otra
manta; observó el cadáver del piloto que estaba tirado en el suelo y lo tapó al
igual que hizo con la anciana. ¿Cómo puede haber dos muertos en un mismo vuelo?
¿Están las muertes relacionadas? Y lo más interesante de todo. ¿Hay un asesino
entre nosotros?
…………………………………..
El policía rebuscaba nuevamente por cada rincón de
la cabina, intentando encontrar el botiquín de emergencias, mientras que esperaba
a que la torre de control se comunicase con un médico de urgencias. De repente,
el policía vio algo rojo debajo del asiento del piloto y se agachó para
comprobar, gratamente, que era el botiquín que tanto tiempo llevaba buscado y
que, por desgracia, había pasado por alto. Qué malos son los nervios. ¿No es
cierto?
Tras cogerlo se marchó a la parte trasera de la
avioneta, en busca del abogado para socorrerlo, pero la periodista le salió al
paso.
— Disculpe,
pero… ¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí arriba?
— Manténgase
en su asiento, todavía no es seguro aterrizar.
— Me
estoy empezando a encontrar mal, necesito bajar de este avión de una vez por
todas.
— Todos
queremos salir de aquí, será mejor que se siente, he de ir a comprobar el
estado del abogado.
Y el hombre continuó su camino. El abogado estaba
hiperventilando, sudaba y tenía muchos retortijones. Se encontraba hecho un
ovillo, con las rodillas pegadas al pecho y las manos en la cabeza por culpa
del dolor que le afligía.
— ¿Cómo
se encuentra?
— Mal,
me duele todo el cuerpo, siento náuseas, incontinencia y estoy algo mareado.
— ¿Ha
comido algo antes de subir al avión?
— No,
nada. Ni siquiera me dio tiempo a desayunar esta mañana, porque no sonó el
despertador. Pasé todo el tiempo, hasta que subí a la avioneta, de reunión en
reunión.
— He
encontrado el botiquín, pero aparte de vendas, ibuprofeno y paracetamol, no hay
gran cosa.
— Deme
un paracetamol, al menos me calmará algo los dolores.
— No
sé si es buena idea automedicarse.
— No
lo aguanto más. ¡Démelo!
— Está
bien, tenga. He avisado a la torre de control que necesitamos un médico y ahora
llamaré a mi comisaría, para informar de la situación en la que nos
encontramos; a ver si así aclaramos algo de lo que está pasando. ¿Necesita algo
más?
— Que
abra una ventana, no puedo más.
— Lo
siento, pero no sé si se pueden abrir o no las ventanas, además, hay una buena
tormenta ahí fuera.
— ¡SEÑOR
POLICÍA! —Gritó
el hombre de negocios desde la cabina —. ¡Le necesito!
— ¡Voy!
—Respondió el agente —. Enseguida vuelvo,
aguante —le pidió al abogado y
acto seguido se marchó como un rayo.
Atravesó otra vez la zona donde la asistenta y la
periodista se encontraban flanqueando al oso de peluche, y la periodista volvió
a interrumpirle el paso. Cordialmente, le pidió que se sentase y le dijo que
enseguida la atendería, pero había una urgencia en la cabina de mandos que
tenía prioridad.
— ¿Qué
sucede? —Le preguntó al hombre
de negocios convertido en piloto aficionado.
— Es
la torre de control, tienen al médico y al instructor de vuelo.
— Perfecto,
pásamelos —y
tras coger los auriculares, contactó con la torre —. Hola, soy el agente
Fernández. ¡Dígame!
— Le
hablamos de la torre de control, le paso con el médico —y tras una breve pausa,
se escuchó la voz del Dr. Rojas a través de los auriculares —. Buenas tardes,
necesito que me hable sobre los cadáveres. ¿Notó algún síntoma previo al
fallecimiento? ¿Algo extraño?
— Pues
verá, doctor. El piloto fue el primero en morir. Comenzó a toser y a
convulsionar, incluso se orinó encima antes de caer al suelo y perder el
conocimiento. ¿Pudo ser un ataque al corazón?
— Quizás,
pero un infarto suele paralizar al paciente, no hacer que convulsione
violentamente. La pérdida de conocimiento y la tos, incluso si tuvo sudores
fríos o náuseas, pueden ser síntomas de un infarto. ¿Y el otro cuerpo?
— Es
una mujer mayor, ha muerto mientras dormía en el vuelo.
— Eso
puede deberse a la edad. ¿Sabe si tomaba medicación?
— Según
ha dicho la asistenta, que viajaba con ella, solía tomar lo mismo de siempre;
pero ésta vez, ni siquiera se había tomado las pastillas del mareo. Lo que sí
he de decirle, es que se tomó un par de mini botellitas de esas de vodka
durante el viaje.
— No
creo que le hiciese mucho daño, quizás al mezclarlo con la medicación. Guarde
una de las botellas de vodka y pídale a la asistenta que le diga la medicación
que solía tomar la difunta, para comprobar si pudo interferir de alguna forma.
¿Algo más?
— Sí,
hay un pasajero con incontinencia, sudores fríos, dolor de cabeza y otros
cuantos síntomas.
— ¿Otro
más? Esto resulta bastante extraño. Es normal que en un vuelo alguien pueda
sufrir un infarto, dos es raro, pero tres personas con síntomas no es
precisamente una coincidencia. Dígame todos los síntomas que pueda recordar que
hayan tenido en común los tres pasajeros.
— Pues
aparte de eso que le he dicho, taquicardias y no sé qué más. Por cierto, hay
otra pasajera con malestar; incluso yo mismo siento que no estoy al cien por
cien y la cabeza me va a estallar, pero puede ser por cosa del estrés.
— O
puede que se hayan contagiado con algún virus o bacteria. En cuanto aterricen
les pondremos en cuarentena, llamaré al centro de control de enfermedades, para
que se encarguen del tema. Mantengan la calma, pronto aterrizarán y podremos
encargarnos de ustedes. Le paso la llamada al instructor de vuelo, para que
resuelva todas sus dudas y si tiene alguna duda más, contacte conmigo a través
de la radio.
— Tenga,
es el instructor de vuelo, yo tengo que llamar a mi jefe y contarle lo que está
ocurriendo —le
dijo el policía al hombre de negocios, mientras le pasaba los auriculares.
El policía salió de la cabina y vio que la
periodista empezaba a sudar y a llevarse las manos al estómago. ¿Qué demonios
estaba pasando? La joven cogió una bolsa de papel, que había a un lado de su
asiento y vomitó dentro.
— ¿Se
encuentra bien? —Preguntó
el policía.
— No,
me encuentro fatal, como si me hubiese pasado un camión por encima.
— ¿Usted
está bien? Tampoco tiene buena cara —le preguntó la asistenta.
— No,
no me encuentro bien. ¿Puede ir a ver al abogado?
— Sí,
claro —y la mujer le cedió su
asiento, pero por poco tiempo, pues al ver al abogado muerto, comenzó a gritar
desesperada y el policía acudió a su llamada.
— ¿Qué
sucede? Pregunta, mientras se acerca a la escena del crimen.
— ¡Está
muerto! ¡Ya van tres! ¿Qué está ocurriendo?
— Creo
que hay un asesino entre nosotros y más vale que aterricemos pronto o no lo
contaremos.
— ¿Un
asesino? Eso no es posible.
— El
médico ha dicho que podemos habernos infectado con un virus.
— ¿Qué
ocurre? —Preguntó la periodista,
que se acerca tambaleándose hasta ellos.
— ¡Otro
muerto! —Respondió la asistenta.
— ¿Qué?
¿Cómo? ¿Qué le ha dicho el médico?
— Que
puede ser un virus o algo así, y que al llegar a tierra nos pondrán en
cuarentena.
— ¿Acaso
llegaremos vivos a tierra? ¿Tú por qué no tienes síntomas? —Le recriminó la
periodista a la asistenta.
— ¿Y
yo que sé? ¡Soy asistenta, no enfermera!
— ¡Calma,
señoras! Así no arreglaremos nada. Quizás su sistema inmunológico trabaje mejor
que el nuestro o los síntomas aparezcan más tarde, lo que sí es cierto, es que
hay tres cadáveres en un vuelo con solo siete pasajeros y eso no es muy normal
que digamos.
— Creo
que me voy a sentar, me encuentro mareada —dijo la periodista de repente.
— Yo
avisaré al médico y le diré que hay tres bajas, no dos.
— ¿Necesita
ayuda? —Le preguntó la
asistenta a la periodista.
— No,
gracias, no me fio ni de mi sombra ahora mismo —y se marchó de nuevo a su asiento,
tambaleándose al igual que un borracho en plena resaca.
El policía cogió su teléfono y se dirigió a la
cabina de mandos, se sentó en la silla del copiloto y llamó a su jefe, el
comisario.
— Vuelva
a contactar con el médico y dígale que tenemos otro muerto —le dijo al hombre que
pilotaba el avión.
— ¿Qué?
¿Otro?
— Sí,
el abogado —respondió
y, justo en ese momento, descolgó el teléfono el comisario —. Jefe, tenemos un
problema.
— ¿Tú
no estabas de vacaciones?
— Sí,
pero estoy en una avioneta rumbo a Ibiza, tengo tres muertos a bordo y una
pasajera y un servidor estamos con síntomas. Ya he contactado con la torre de
control y están al tanto. El piloto es uno de los fallecidos, uno de los
pasajeros que permanecen sanos pilota la avioneta, y los de control de
enfermedades nos esperan en el aeropuerto, para cuando amaine la tormenta y nos
permitan aterrizar.
— ¿Qué
me estás contando? ¿En qué puedo ayudarte?
— Necesito
investigar a los pasajeros a conciencia, aquí hay algo que no me cuadra y yo no
puedo hacerlo desde aquí. Un cadáver en un vuelo es factible, dos extraño,
aunque posible, pero tres…
— Dalo
por hecho, me pondré en contacto con los compañeros de la isla para coordinar la
investigación. Dame los datos de los pasajeros, cuando puedas.
— De
acuerdo, le haré fotos a sus carnets de identidad y te los mandaré de inmediato.
— Voy
a coordinar todo y cuando tenga algo te llamo.
— Gracias.
— ¿Estás
bien?
— No,
pero el dolor de momento es soportable y quiero resolver esto antes que me pase
algo malo, por si acaso. Ya me entiendes.
— No
te preocupes, me pongo a ello de inmediato —y se escuchó de fondo, antes de colgar
la llamada, al comisario movilizando a toda la comisaría para una reunión
urgente.
¿Quién será el misterioso asesino? ¿Cómo mata a sus
víctimas? ¿Acaso es un nuevo virus? ¿Quién será el siguiente en su lista?
¿Lograrán aterrizar o se estrellarán en el Mar Balear?
…………………………………..
El policía no daba
crédito. Tres muertos, dos pasajeros con síntomas —incluido él —y otros dos sin
ellos. ¿Quién sería el asesino? ¿El hombre de negocios que pilotaba el avión o
la asistenta?
Volvió a coger los
sobres de dinero (que permanecían en su poder tras la muerte del piloto) y comenzó
a pasarlos de uno en uno. ¿Este sobre está algo mojado? Seguramente a uno de
los pasajeros le suden las manos.
—
Disculpen, pero necesito que me
entreguen su identificación para mandar los datos a mi comisaría —pidió el
policía, mientras se levantaba del asiento del copiloto y guarda los sobres en
el bolsillo interior de su gabardina.
—
¿Yo también? —Preguntó el hombre de
negocios.
—
Sí, dígame dónde la tiene y yo la
cogeré.
—
Está aquí, en mi cartera —y se metió la
mano en el bolsillo del pantalón, sacando después una cartera de piel.
—
Gracias. Ustedes también, señoritas.
—
¿Para qué me investiga a mí? Usted y yo
somos los únicos con síntomas. ¿Qué pasa con ellos dos? —Preguntó la periodista,
que cada vez se encontraba en peor estado.
—
Todos son sospechosos hasta que se demuestre
lo contrario —respondió el agente.
Tras conseguir las
acreditaciones, fotografiarlas y mandárselas a su superior, volvió a la cabina
y se sentó junto al improvisado piloto, pues se sentía algo mareado y el dolor
de estómago le iba en aumento.
—
¿Se encuentra bien? — Preguntó el hombre
de negocios.
—
No, tengo escalofríos, malestar en
general y la cabeza me va a estallar.
—
Así comenzó el piloto. ¿Cree que pueda
ser un virus? ¿Otro Covid de esos?
—
Ese virus no se transmite tan rápido,
pero puede ser otro tipo de virus o una toxina.
—
¿Cree que alguien nos ha podido
envenenar?
—
Es bastante probable.
—
Debe solucionar esto, no puedo morir,
tengo que ver a mi hija. No quiero dejarla huérfana de padre el día de su
cumpleaños.
—
Necesito conocer la conexión que hay
entre los pasajeros, para entender lo que está pasando.
—
Claro, pregúnteme lo que necesite saber.
—
¿Conocía a alguno de los pasajeros de
esta avioneta?
—
No, se lo juro. Era la primera vez que
los veía. Bueno… menos a la periodista, que la he visto en la televisión, pero
nada más.
—
¿Puede repetirme por qué viaja hasta la
isla?
—
Es el cumpleaños de mi hija. Mi ex y yo
nos hemos divorciado y ella tiene la custodia, sabe que odio volar y por ello
se ha llevado a la niña a Ibiza.
—
¿Por qué no ha ido en ferri?
—
Porque tuve una reunión hasta tarde y no
me daba tiempo a llegar para su cumpleaños, sino cogía un avión. Pensé que una
avioneta me daría menos miedo, al ser más pequeña… No sé.
—
Está bien, voy a interrogar al resto del
pasaje. Usted siga a los mandos y con cualquier novedad me avisa de inmediato.
—
Así lo haré.
El policía se levantó
de su asiento con dificultad y se dirigió a la primera fila de asientos, en los
cuales la periodista y la asistenta compartían lugar con el oso de peluche
gigante. La famosa permanece con la cara pegada a la ventana, sudando y con la
mano en el estómago.
—
Esto no tiene sentido, algo ha salido
mal —desvaríaba la periodista.
—
¿Mal? ¿Qué sucede? —Preguntó el policía.
—
Quizás toqué los guantes sin querer, o
el reposabrazos cuando me los quité, pero esto no debería haber ocurrido. No me
debería haber infectado yo, solo ese malnacido.
—
¿De qué habla? —Insistió el agente.
—
Yo maté al abogado. Ese canalla…
—
¿Usted? ¿Cómo?
—
Le envenené con Sarín líquido. Unté mis
guantes con esa sustancia para envenenarle y compré un billete de avión cuando
supe que estaría entre los pasajeros de este vuelo. Lo estudié todo al
milímetro, solo saldría él perjudicado, nadie más. Yo no tengo nada que ver con
lo del piloto y con la anciana menos.
—
¿Sarín líquido? No trabajaba tan rápido,
creo. Quizás haya un catalizador, pero… ¿Cuál? ¿Y cómo se infectó la anciana?
¿Y el piloto?
—
¿Y usted? —Preguntó la asistenta, que
estaba atónita ante la confesión de la periodista.
—
Aquí hay algo que no me cuadra.
—
¿Por qué quiso matar al abogado?
¿Señora? —Pero la periodista no respondía, se había quedado dormida
profundamente, para siempre.
—
¿Otra más? —Preguntó la asistenta.
—
Eso parece, no tiene pulso.
—
¡Vamos a morir todos!
—
¡No, cálmese! Usted y el hombre de
negocios no tienen síntomas, vaya a la cabina y yo me aislaré aquí, por si
acaso. Procure no tocar nada.
—
¡AGENTE! —Gritaron desde la cabina.
—
¿Qué ocurre? —Preguntó el agente,
mientras ponía rumbo hasta allí con la asistenta pegada a su espalda.
—
Me encuentro mal, tengo sudores fríos.
—
¿Usted también?
—
¡Se lo dije, vamos a morir todos! —Se
lamentó la asistenta y se echó a llorar.
—
Comuníquese con la torre de control y
pida que contacten con el médico. Usted siéntese y no toque nada, vigílelo que
no se desmaye, y si lo hace, tome los mandos.
—
¿Yo? ¿Estad usted loco? ¡No sé pilotar!
—Gritó la asistenta desesperada.
—
No sabemos hacerlo ninguno, dele una clase
rápida por si acaso —le pidió al hombre de negocios y después, volviendo a dirigirse
a la asistenta, continuó —. Si a nosotros nos pasa algo, estará usted sola en
este avión, más vale que aprenda rápido o se estrellará sobre el Mar Balear.
Acto seguido, el
policía abandonó la cabina y se sentó junto al oso de peluche, que parecía
mirarle con desdén.
—
Soy un desastre como inspector, medio
pasaje ha muerto delante de mis narices y no soy capaz de entender cómo. El gas
Sarín no puede ser el culpable de todo, al menos, no de la muerte de la
anciana. ¿Y qué pasa con el piloto? Hay algo que no me cuadra.
De repente, su teléfono
comenzó a sonar.
—
Amigo. ¿Cómo estás? —Preguntó el
comisario desde el otro lado del teléfono.
—
Mal, cada vez peor. Además, tenemos otro
muerto y otro infectado.
—
¿Quién?
—
La periodista ha muerto y ha confesado
haber infectado al abogado con Sarín líquido, el hombre de negocios ha
comenzado a mostrar síntomas y hay algo que huele mal en todo esto.
—
¿El qué? Ha confesado.
—
Sí, infectó los guantes con los que tocó
al abogado. Pero… ¿Qué pasa con el piloto y la anciana? ¿O el hombre de
negocios? ¿Incluso yo mismo? Nosotros no estuvimos en contacto directo con ella
en ningún momento y la anciana tampoco.
—
Quizás tocasteis algo.
—
¡Claro, los sobres con dinero! La
periodista llevaba los guantes cuando le pagó al piloto, yo la vi. Esos sobres
los cogí yo y los guardé, cuando el piloto murió, por ser una posible prueba
del delito. La periodista pudo haber absorbido el Sarín a través de sus propios
guantes. Pero… ¿Qué hay del hombre de negocios? ¿Y la anciana? Ella no tocó
nada, ni se juntó con nadie durante el vuelo, solo con su asistenta y ella no
tiene síntomas.
—
El hombre de negocios está pilotando el
avión, quizás los mandos quedaron impregnados gracias al piloto.
—
Tiene lógica, pero sigo sin entender lo
de la anciana.
—
Cuando aterricéis os pondremos en
cuarentena y se les practicará la autopsia a los cuerpos, quizás así
descubramos ese misterio. También puede ser que la anciana muriese por causas
naturales.
—
Puede ser, pero tengo esa sensación que
me invade cuando hay algo delante de mí que se me escapa.
—
Bueno, mientras tanto. ¿Quieres que te
cuente lo que hemos averiguado de los pasajeros?
—
Sí, dispara.
—
El abogado llevaba el caso del famoso
nazi.
—
¿Cuál? ¿El de aquel almacén en el que
murieron tantas personas envenenadas?
—
Sí. Al parecer, esto es secreto de
sumario… Vino a España como refugiado y montó una empresa de pesticidas. El
caso es que se trajo el gas Sarín para venderlo en el mercado negro y lo
ocultaba allí, entre los productos químicos de su empresa. Un empleado nuevo se
confundió de estantería y liberó el gas en el interior del almacén por
accidente, matando a todos los que allí estaban trabajando, incluido él.
—
¿Gas Sarín has dicho?
—
Sí, ahora viene lo mejor. La periodista
era hija de dos de los trabajadores que murieron en ese accidente. El abogado
estaba a punto de conseguir que su cliente quedase libre y no lo soportó. Hace
unos días hizo un reportaje en ese almacén y aprovechó para robar un poco del
gas en estado líquido.
—
Así ha matado al abogado, ahora lo
entiendo. Pero… ¿Por qué no se deshicieron de las pruebas con la investigación?
—
Al parecer lo escondieron un tiempo en
otra parte y cuando pasó la redada, lo volvieron a llevar allí. ¿Qué mejor
escondite que uno que ya ha sido revisado a conciencia?
—
Cierto. ¿Ella cómo lo sabía?
— Tenía
fuentes muy bien relacionadas con el asunto.
Se
produce una pausa, en la que ninguno de los dos hombres pronuncia una palabra.
El policía intenta asimilar toda esa información, pese al tremendo dolor de
cabeza que padece.
— ¿Qué
hay del resto del pasaje? —Preguntó, una vez que logró recomponerse.
— El
hombre de negocios dice la verdad, su ex se ha llevado a la niña a la isla, a
propósito. Sufre de aerofobia y tuvo una reunión de trabajo hasta altas horas
de la madrugada, por lo que no tenía tiempo de bajar hasta el ferri, si quería
llegar a tiempo al cumpleaños de su hija, que es hoy.
— Vale,
además, tiene síntomas. Quizás sea por estar a los mandos, como dices tú. ¿Y el
resto?
— La
anciana es muy rica, tiene muchísimo dinero, bueno, tenía. Lo de la boda es
cierto, su ahijada se casa hoy. Pero… ¿A que no sabes quién es su ahijada?
— Sorpréndeme.
— Es
la ex del hombre de negocios.
— ¿Cómo?
Le pregunté si conocía a alguien en este vuelo y me dijo que no. He de volverle
a interrogar.
— ¿Y
qué hay de la asistenta?
— Lleva
años como asistenta y enfermera de la señora adinerada. Vive con ella como
interna. Es originaria de Tahití y trabajó muchos años como cocinera en restaurantes
de lujo, así se conocieron. La contrató al principio como cocinera y asistenta,
ofreciéndole un trabajo aquí, para traerse a su familia con el tiempo; aunque
esa parte aún no la ha cumplido y dudo que lo haga ya.
— Gracias
por todo, amigo. La tormenta parece que amaina, intentaré que nos dejen
aterrizar antes que acabe fiambre yo también, si hay novedades me cuentas.
— Sí,
mantenme informado y cuando aterrices me llamas.
La
llamada se cortó y el policía volvió a la cabina. La torre de control había
localizado al médico, nuevamente, y tanto la asistenta como el hombre de negocios
les estaban poniendo al día de las últimas bajas.
¿Cómo
murió la anciana? ¿Les dejarán aterrizar? ¿El nazi quedará libre o se hará
justicia? ¿Habrá alguna baja más antes de tomar tierra?
…………………………………..
—
¿Cuándo pensaba decirme que conocía a la
anciana? —Le preguntó el policía al hombre de negocios, cuando llegó de nuevo a
la cabina de mandos de la avioneta.
— ¿A
quién?
— A
la mujer que ha muerto y de la que ésta mujer de aquí —dijo señalando a la
asistenta— era su cuidadora.
— No
la había visto en mi vida.
— Pues
da la casualidad que su ex-mujer sí, porque era su ahijada y además, se casa
hoy, el mismo día en que cumple años su hija.
— Por
eso la muy guarra no me invitó al cumpleaños. ¡Será víbora!
— Cálmese
y dígame por qué me ocultó su relación con la difunta.
— Verá,
es cierto que no la conocía en persona. Sé que mi ex tenía una mujer que
cuidaba de ella económicamente, pero nunca la vi en persona, siempre andaba de
un lado para otro viajando o encerrada en alguna de sus lujosas casas.
— Por
si le sirve de algo, yo no me separaba de mi señora, más que en contadas
ocasiones, y no reconozco a este hombre de nada —añadió la asistenta.
—
Gracias, es bueno saberlo, pero resulta
muy extraño que todos los pasajeros estuviesen conectados de un modo u otro.
De
repente, la torre de control se comunicó con la avioneta, para comunicarles que
la tormenta se había disipando y ya podían tomar tierra. El hombre de negocios
comenzaba a encontrarse cada vez peor, pero podía soportarlo un poco más y
continuó a los mandos.
El
policía estaba muy mareado y tuvo que ir hasta la primera fila de asientos para
volver a su puesto y abrocharse el cinturón, por lo que la asistenta ayudó al
hombre de negocios en el aterrizaje, haciendo la función de copiloto.
Unos
minutos después, tomaban tierra y fueron puestos en cuarentena. Varios hombres
con trajes especiales entraron en la avioneta y comenzaron a tomar muestras,
mientras varios doctores pasaron revisión a los tres supervivientes de aquel
vuelo tan extraño.
La
asistenta esperó en una zona retirada, pues era la única que no demostraba
tener síntomas de ningún tipo y parecía estar sana; mientras que, el hombre de
negocios y el policía, eran sometidos a varias pruebas y a un riguroso examen
físico.
— Buenas
noches, soy el doctor Menéndez y le traigo los resultados de las pruebas —le
dijo el médico al policía al entrar en la habitación en donde se encontraba, pues
el hombre de negocios había sido llevado a otra sala cercana, previamente.
— Buenas
noches, doctor. ¿Qué tengo?
— Se
confirma el contacto con el Sarín líquido, por lo que le hemos puesto un
tratamiento para contrarrestar sus efectos.
— ¿Qué
me han inyectado?
— Atropina-oxima
que contiene 2 mg de sulfato de atropina y 600 mg de cloruro de pralidoxima.
Ambos principios activos actúan a nivel sináptico contrarrestando el efecto del
agente neurotóxico; la atropina como antagonista competitivo en los receptores postsinápticos
de la Ach, y la pralidoxima reactivando la acetilcolinesterasa (además de
hidrolizar la Ach). Tendrán que suministrarle dos veces más la atropina en
lapsos de diez minutos, y además, habrá que ponerle de nuevo la oxima a las
doce horas, si no se reactiva la acetilcolinesterasa con la primera dosis.
— Todo
eso me suena a chino. ¿Eso es todo lo que me han puesto?
— No,
también le hemos suministrado benzodiacepina por vía intramuscular. El diazepam
actúa en intoxicaciones por neurotóxicos debido a su efecto anticonvulsivo. Dentro
de un momento vendrá la enfermera para controlar sus constantes y a
suministrarle la dosis de atropina que le toca, después, esperaremos a que el
tratamiento surta efecto.
— ¿Esperar?
— Sí,
pensamos que lo hemos cogido a tiempo, pero puede haber complicaciones.
— ¿Han
analizado las pruebas?
— Sí
y hemos realizado la autopsia a los cadáveres.
— ¿Y
bien?
— Encontramos
una toxina llamada Maitotoxina o MTX, producida por el dinoflagelado
Gambierdiscus toxicus de Tahití, tanto en algunos de los cadáveres como en la
botella que nos entregó. Existe una intoxicación alimentaria llamada Ciguatera,
por el consumo de pescado infectado con esta toxina, es debido a la presencia
de dicha alga microscópica en la comida. Es una toxina muy potente que estimula
el movimiento de los iones de Ca2+, como consecuencia a la despolarización
de las membranas. Las maitotoxinas pueden producir varios efectos como
secreción de hormonas y de neurotransmisores; rotura de los fosfoinositidos y
activación de los canales Ca2+.
— ¿En
la botella? ¿Y ha dicho Tahití? La asistenta procede de allí. ¿Dónde está?
Deben ponerla bajo arresto, he de interrogarla de inmediato.
— Usted
no puede moverse de la cama, está muy débil. Daré orden a los de seguridad para
que la arresten.
— Pero
esas cosas, tanto el gas como la toxina, tardan mucho en hacer efecto. ¿O me
equivoco?
— Así
es, pero una situación de estrés hace que el corazón bombee sangre más deprisa
y puede esparcir, tanto la toxina como el veneno neurotóxico, más rápidamente. Además,
si hay alguna patología la cosa se complica y uno de los cuerpos tenía tanto el
veneno como la toxina en el organismo.
— ¿Quién
estaba infectado con el gas y la toxina?
— El
piloto.
— Claro,
bebió de las botellitas y cogió los sobres.
— La
combinación de las dos sustancias aceleró su muerte.
— ¿Y
el resto?
— Tanto
usted, como el hombre de negocios, que permanece bajo el mismo tratamiento en
una sala contigua, estaban infectados solo con Sarín; el abogado también. Él
estuvo en contacto directo con el Sarín y de forma continuada, lo que resultó
fatal para su corazón, ya debilitado de por sí.
— ¿Y
los demás solo estuvieron en contacto con la toxina?
— Sí,
al parecer, tanto la periodista como la anciana tomaron la toxina a través de
las botellitas, al igual que el piloto, pero éste tenía en su organismo además
el Sarín.
— Gracias
doctor. Por favor, avise para que pongan bajo arresto a la asistenta. ¿Puedo
llamar por teléfono a mi superior y ponerle al tanto de todo?
— Sí,
pero no salga de la habitación, se encuentra monitorizado.
— De
acuerdo y gracias, nuevamente.
El
policía cogió su teléfono móvil y llamó a su jefe, que al recibir aquella
llamada se puso bastante contento por escuchar la voz de su amigo y compañero.
— No
me lo puedo creer, sigues con vida. Eres un tipo con suerte, me alegro mucho.
— Gracias,
solo llamo para contarte las novedades y que me ayudes a entender todo esto.
— ¡Dispara!
— ¿Qué
probabilidades hay de tener dos asesinas en el mismo vuelo?
— Muy
baja. ¿Por qué?
— Porque
la periodista confesó haber envenenado al abogado con Sarín líquido, por lo del
accidente de sus padres, y seguro que tenía pensado acabar con la vida del nazi
al que representaba. Pero, ahí no acaba la cosa. La asistenta envenenó a la
anciana con una toxina proveniente de Tahití, su país de origen.
— ¿Cómo?
¿Dos asesinas? ¿Está bajo arresto?
— Le
he dicho al médico que avise a la policía portuaria para que la arresten. No me
puedo mover de la cama.
— Lo
coordinaré todo desde aquí, pero hay algo nuevo que hemos descubierto.
— ¡Cuéntame!
— ¿Sabes
quién era la anciana?
— Sí,
me lo dijiste, estaba relacionada con la ex del hombre de negocios; era su
ahijada.
— Sí,
pero además era la ex-mujer del nazi.
— ¿Cómo?
Ahí me he perdido.
— El
nazi cambió de identidad al llegar al país como refugiado. Cuando llegó aquí,
se casó con una joven de la alta sociedad y al ocurrir el accidente, se destapó
el pastel. Como su mujer descubrió quién era en realidad, se divorció de él y
le sacó una buena suma de dinero. Pero el divorcio solo fue una estratagema
social, para que a ella no la desprestigiasen y la diesen de lado en la alta
sociedad. Seguían viéndose y realizando negocios turbios en Latinoamérica, de
ahí los viajes de la señora; todo era una tapadera.
— Me
estás dejando a cuadros. ¿Crees que las dos asesinas estaban compinchadas?
— Tendremos que sacárselo a la asistenta en el
interrogatorio.
En
ese momento entra el médico en la habitación, acompañado de la enfermera.
— Siento
decirle que la mujer se ha escapado. Cuando los guardas han ido a detenerla,
había desaparecido.
— ¿Lo
escuchaste? —Preguntó el policía a su superior, que seguía al otro lado del
teléfono.
— Daré
orden de búsqueda y captura contra ella. No podrá ir muy lejos estando en una
isla —y la llamada se cortó.
— ¿Puedo
ver sus pertenencias? —Le preguntó el policía al médico.
— Sí,
están en el laboratorio, al igual que las suyas.
— Quiero
ver si hay alguna conexión entre la periodista y ella.
— En
seguida le digo a un celador que se las traiga.
— Muchas
gracias. ¡Ay! —Se quejó, cuando la enfermera purgó la vía por la que le
introdujo después la atropina.
Tras
revisar a conciencia el bolso de la asistenta, comprobó que en su cartera y
escondida donde las tarjetas, había una fotografía en la que la periodista y
ella se encontraban en una actitud muy acarameladas, sentadas frente a la Torre
Eiffel en un bonito café. Aquella prueba era lo único que necesitaba el policía
para atar cabos.
La
periodista y la asistenta estaban juntas. Quizás se conocieron en un viaje y se
enamorasen, ambas terminasen haciéndose confidencias y vieron que tenían
intereses comunes. Si acababan con la anciana, su ex-marido y el abogado, podrían
embolsarse un buen dinero, a la par que hacían justicia.
Pero…
¿Por qué bebió de las botellas la periodista si sabía que estaban infectadas
con la toxina? Y si no lo sabía… ¿Por qué se lo permitió la asistenta? ¿Acaso
solo la estaba utilizando para su cometido y no quería dejar testigos?
Todas
esas preguntas quedarían sin respuesta hasta atrapar a aquella despiadada
asesina. ¿Le habría estado robando a la anciana el dinero a sus espaldas antes
de matarla? Tendría que revisar sus cuentas al salir del hospital para
confirmarlo, pero aquello tendría que esperar, pues aquel cóctel de
medicamentos comenzaba a hacer efecto y el cansancio hacía mella en todo su
cuerpo, tenía que descansar.
FIN