Capítulo 1: LA PROPOSICIÓN
Hay momentos en la vida, en los que
te das cuenta que todo ha cambiado, que ya no eres la misma niña que jugueteaba
con una espada de madera y paseaba por el barco como si fuese la dueña. No,
ahora que mi padre ya no está y me ha pasado el testigo, debo hacerme respetar
como cualquier otro pirata que surque estos mares.
Por cierto, perdón por no haberme
presentado, me llamo Stella Teach y soy la hija secreta de Barba Negra. Os
preguntaréis cómo puede ser posible, pues… Mi padre abordó un barco donde
viajaba mi madre, una italiana muy hermosa que le cautivó nada más verla, por
lo que se encaprichó de ella y nueve meses después, nací yo. Me críe en la isla
de Ocracoke, en Carolina del Norte, pero cuando mi padre fue decapitado, algo
dentro de mía cambió. Decidí vengar su muerte y seguir sus pasos, aunque claro,
intentaré centrarme en objetivos que no terminen con mi cabeza separada de mi
cuerpo; como encontrar los tesoros que guardan los piratas en ciertas islas
abandonadas. Quien roba a un ladrón, tiene cien años de perdón. ¿No?
Sí, ya lo sé, hay un código de la
piratería, pero seamos francos, nadie se hace rico respetando las normas y
tampoco quiero enemistarme con las autoridades y pasarme la vida huyendo como
mi padre.
Y ahora que ya me he presentado y
conocéis mis planes, me pondré a buscar un barco y una tripulación, porque sin
ellos poca cosa podré hacer. Bien, lo primero que necesito es el barco, pero el
de mi padre fue requisado y dudo que pueda comprar uno, ya que en los tiempos
que corren nadie quiere ser gobernado por una joven aspirante a pirata. Quizás
si me hago pasar por grumete, pueda ir ascendiendo en la cadena de mando hasta
hacerme con el barco o convencerles para esconder lo que robemos en una de esas
islas de las que mi padre no dejaba de hablar cuando estaba borracho.
—
¡Stella! ¿Qué haces? — Preguntó aquel joven de rasgos
salvajes y mirada llameante.
—Robert, eres un bribón. Me asustaste.
— Respondió la joven llevándose la
mano al corazón.
— ¿Sigues soñando despierta? — Se excusó la joven con pesar.
— ¿Y tú metiendo el hocico en las
vidas ajenas? — Añadió ella.
—Solo me preocupo por ti, una señorita
de tu clase debería estar dialogando con otras damas y no en esta taberna medio
derrumbada y cochambrosa. —
— ¿Tú estás en ella? — Se quejó la joven promesa.
—Yo soy un hombre y un gran pirata, tú
solo eres la hija del gran Barbanegra. ¡POR
BARBANEGRA! — Gritó, y entonces dio un golpe con su jarra de cerveza en la
mesa, la alzó por encima de la cabeza y cuando todos los allí presentes
repitieron la misma acción, el joven se refrescó el gaznate con ella.
—Hay piratas mujeres y muy buenas,
como Anne Bonny. ¿Qué me dices a eso? — Rebatió ella.
— ¿Y crees que algún día serás tan
buena y despiadada como Bonny? Eres demasiado buena para eso, quizás como mi
esposa podría dejarte acompañarme en mis aventuras. —
Añadió
el joven pirata, enamorado de Stella desde la infancia.
—Sabes que soy una dama,
por lo que jamás me desposaré. Quiero vivir aventuras, surcar los mares como
hacía mi padre, conocer el país donde nació mi madre y eso no podría hacerlo si
soy el adorno de alguien. Tú solo quieres una dama que te haga lucir, que sea
la envidia de los demás bucaneros, pero yo soy mucho más que eso. —
—Lo sé, te conozco bien,
Stella. ¿Recuerdas cuando tuvimos un encuentro en la bodega de aquel barco y tu
padre por poco me corta la mano? — Recordó el joven con una sonrisa en los
labios.
—Y lo que no es la mano.
Jajaja. —
—Vale, sí. Eso podemos
pasarlo por alto. El caso es que no hay hombre sobre la tierra que te conozca
mejor. Sería capaz de viajar hasta el fin del mundo y saltar al vacío si tú
estuvieses conmigo. —
Añadió el Robert, mientras cogía la mano de Stella y la besaba.
—Te recuerdo que eso
está por demostrar, la teoría de un tal Galileo está revolucionando la idea que
tenemos acerca del mundo en el que vivimos. — Rebatió ella con convicción. Galileo
estaba muerto, pero sus ideas se habían ido extendiendo por el mundo y cada vez
tenía más adeptos.
—Ese era un loco como
muchos otros y tú eres más lista que todos nosotros juntos. No puedes creerte
esas tonterías. —
—No es el único, Platón,
Aristóteles, Copérnico, todos estaban convencidos. Y si no me crees, podemos
probarlo. —
Le retó la joven. Había tenido una gran idea para hacerse con un barco y una
tripulación, apelar al ego del hombre que se cree que lo sabe todo, pero en
realidad no sabe nada.
— ¿Cómo crees que
podemos probarlo nosotros si ellos no fueron capaces de hacerlo? ¿No dices que
son tan sabios? —
—Viajando más allá del
borde permitido. ¿Te atreves a surcar los mares conmigo? — Preguntó, mientras que
se apoyaba en la mesa de la taberna, haciendo que sus pechos sobresaltaran más.
Al
joven se le fue la vista hacia el escote y perdió la cordura por un instante,
en ese momento hubiese accedido a cualquier cosa que la joven Stella le hubiese
pedido.
—Cásate conmigo e iremos
donde tú quieras, tendrás mi barco, mi tripulación y a un servidor a tu merced.
— Le propuso, mientras
le hacía una leve reverencia con la cabeza.
Aquello
resolvería todos los problemas de Stella. Si se casaba con él tendría el barco
y la tripulación con la que llevaba años soñando, pero el precio que pagaría a
cambio… era quizás demasiado. No puedes enjaular a un alma libre o acabará
sucumbiendo a la muerte lentamente. Por otro lado, aquel joven siempre le había
gustado, un apuesto hombre de pelo castaño y ojos verdes, cuerpo musculado y
dotes de mando. Mejor partido que los viejos lobos de mar que atestaban aquella
taberna cochambrosa, seguro que sería.
—Necesito pensarlo. — Dijo la joven,
agachando la mirada y retirándola hacia un lado.
—Está bien, dentro de
una semana zarpamos, si aceptas mi proposición, sube al barco. ¿De acuerdo? — Le propuso él.
—De acuerdo. — Accedió ella. Tendría
una semana para darle vueltas al tema, pero lo peor sería despedirse de su
madre enferma.
Stella
se marchó de la taberna directamente a casa, quería contarle a su madre el plan
que había ideado y la oferta que Robert le había planteado. Siempre había
soñado con surcar los mares y abandonar la tierra firme que la mantenía presa
en aquella isla, pero vender su cuerpo y su alma a cambio de aquel sueño, era
una decisión demasiado grande para tomarla ella sola.
—Madre, estoy en casa. —
—Stella, ¿dónde estabas?
No has asistido a la escuela, me encontré con tu maestra en el mercado y ella
me lo dijo. —
Le dijo su madre con cierto enfado reflejado en su voz.
—Lo sé, pero no me
enseñan nada que no sepa ya. Leo mucho, incluso a los maestros del otro lado
del mundo y las enseñanzas que me dan en la escuela se me quedan cortas. No
nací para quedarme anclada a esta isla y lo sabes bien. Por mis venas corre
sangre pirata y no puedes esperar que no escuche su llamada. — Se quejó la joven, a
punto de llorar por rabia.
—Lo comprendo, hija.
Cuando tu padre abordó el barco en el que me encontraba y me tomó por la
fuerza, al principio me resistí, pero con el tiempo aprendí que las mujeres
estamos hechas para sufrir. Es ley de vida y Dios lo quiso así. —
—Eso no es cierto, somos
fuertes, valientes. Tú manejabas a padre como nadie. — Añadió Stella.
—Nadie dijo que no
seamos listas y sepamos adaptarnos, pero si encontrases un marido que te
cuidase, me quedaría mucho más tranquila, ahora que mi tiempo se acaba. El
dolor que siento en el pecho se hace cada vez más insoportable y me gustaría
saber que tú estarás bien cuando yo me marche. — Dijo la madre entre lágrimas, cosa que
hizo que Stella la abrazara.
—Lo sé y odio no poder
hacer nada para ayudarte. ¿Sabes? Robert me ha propuesto matrimonio y que le
acompañe en sus aventuras. —
Confesó la joven, maquillando un poco la verdad.
—Eso es perfecto, es un
joven apuesto, dueño y señor de un gran barco y aprendió de tu padre, por lo
que sabrá cuidarte. Es el mejor muchacho que hay en la región, las damas le
imploran su cariño, pero sé que él solo tiene ojos para vos. —
—Ya, pero si me caso,
perderé mi libertad. —
Se lamentó Stella.
—Si no lo haces no
podrás cumplir tu sueño de navegar o peor, podría desposarte a la fuerza un
hombre horrible o qué se yo. Él cuidará de ti, lo sé. —
—De acuerdo, lo haré,
pero no quiero dejarte sola. —
—Todos los hijos tarde o temprano
deben abandonar el nido, ahora te toca a ti. Ve, hija mía y
sé feliz. Surca los mares y vive la vida, que en los tiempos que corren no hay
mucho donde elegir. —
Capítulo 2: LA DECISIÓN DE STAELLA
Mientras observaba a la profesora
impartir la lección, Stella viajó gracias a su imaginación. Se vio a sus 16
años recién cumplidos, surcando los mares como capitana de su propio barco,
encontrando tesoros escondidos y conociendo a los más grandes eruditos de la
época. Y sí, ahora os estaréis llevando las manos a la cabeza por la juventud
que rebosaba nuestra hermosa protagonista, cabello castaño hasta la cintura y
mirada profunda y oscura; pero debéis tener en cuenta que aquella era otra
época y las jóvenes a esa edad estaban casi todas buscando marido o a punto de
casar. Con esos corsés que ahora solo nos ponemos de vez en cuando y esos
vestidos largos y tan poco prácticos para abordar un barco. La mujer quedaba
reducida a un simple adorno sin voz ni voto, por lo que Stella era una
revolucionaria para su época y si no tenía cuidado podría costarle la cabeza.
—No puedo más. — Dijo Stella en voz
alta, mientras se levantaba, recogía sus cosas y salía por la puerta sin hacer
caso a las advertencias de su maestra.
Fue corriendo hasta su casa, buscando
a su madre que estaba en la cocina preparando el almuerzo. Cuando esta la vio
llegar corriendo, acalorada y con las faldas remangadas, primero se asustó,
pero después recordó que su hija era un poco salvaje y se resignó.
— ¿Qué ha sucedido? — Quiso saber la
mujer, mientras se limpiaba la harina de las manos con el mandil.
—Lo he decidido, me voy a viajar por
el mundo. No soporto estar en esta jaula ni un minuto más. Vente conmigo. —
—No, querida. Debes volar, vivir tu
vida; yo pasaré los días que me quedan disfrutando de mis paseos por la playa y
soñando despierta con las aventuras que me relates en tus cartas. — Respondió
la madre, mientras cogía las manos de su hija entre las suyas.
—Pero no puedo irme y dejarte aquí
sola. — Se lamentó la joven.
—Todas las señoritas de bien que son
desposadas, deben seguir fielmente a su marido e ir a donde él vaya. —
— ¿De verdad tengo que casarme para
irme de esta isla? ¿No puedo coger un bote e irme remando hasta la costa más
cercana? — Se quejó Stella, mientras dejaba sus posaderas caer sobre la silla
de madera que había junto a ella.
—Siempre supe que eras diferente, no
encajas en este mundo nuestro, tu alma es despierta aunque sueñes a lo grande y
tu espíritu ha salido peleón como el de tu padre. Ve y cumple tus sueños, no
dejes que nadie apague tu luz, mi pequeña ninfa marina. —
Entonces madre e hija se abrazaron
por última vez, porque al alba zarpó el barco de Robert y Stella se fue con él.
Su madre no fue a despedirla, sabía que la pena de ver marchar a su hija no la
soportaría; por ello se quedó como siempre en la cocina, mientras pensaba en las
aventuras que viviría su pequeña ninfa.
—Bienvenida a bordo, querida. Te
mostraré tu camarote temporal, cuando estemos casados compartiremos lecho. — Le
dijo Robert, mientras le tendía la mano para ayudarla a subir al barco y daba
la orden a su tripulación de subir a bordo los enseres de la joven que muy
pronto desposaría.
— ¿Cuándo se celebrará la ceremonia?
— Quiso saber Stella con resignación.
—En cuanto estemos en alta mar. Al
ser el capitán de este navío no podré oficiar yo la ceremonia de mi propia
boda, pero he logrado convencer a un párroco para viajar con nosotros a su
destino a cambio de oficiar el servicio. — Le dijo con una gran sonrisa de
satisfacción. — A propósito, creo que encontrarás un regalo de bodas en tus
aposentos. —
Stella esperaba encontrar cualquier
vulgaridad por ser la hija y futura esposa de un pirata. O quizás hubiese
alguna tarea que realizar, pero al llegar al camarote, las lágrimas comenzaron
a brotar sin parar.
—Creímos que te resultaría más fácil
dar el paso si tus padres estaban contigo. — Le dijo Robert, mientras salía
lentamente del camarote dejándola a solas con sus presentes.
El camarote no era gran cosa, el
barco tampoco, pero tenía un pequeño camastro junto a un ojo de buey y un
escritorio con una banqueta de madera, frente al que reposaba el baúl de
Stella. Pero lo que le llamó la atención a la joven fue el vestido de novia
bordado a mano, que su madre llevaba tiempo elaborando a escondidas para ese
gran día. Era precioso, ligero y vaporoso, blanco con encaje lustroso y llevaba
una pequeña cola y el cuello cerrado, para ensalzar su esbelta figura sin
mostrar un ápice de su piel tostada por el sol. Le encantaba bañarse en el mar,
porque era la única ocasión en la que podía quitarse el corsé en público sin
causar exaltación. Hay que decir que los trajes de baño de antaño eran como
vestidos pero un poco más estrafalarios; excepto en la agraciada Roma, donde
sus mujeres ya usaban el bikini como traje preferido para los deportes
acuáticos. Aquel vestido era mágico, tan bonito que Stella deseó correr a los
brazos de Robert tan solo por poder llevarlo puesto. Pero entonces se fijó en
algo que reposaba junto al vestido, una gran espada enfundada en cuero negro,
cuyo mango recordaba a la perfección. ¿Aquella era la espada de su padre?
Salió corriendo del camarote,
buscando a Robert, tenía tantas cosas que preguntarle que tropezó con las
faldas al divisarle junto al timonel. Entonces el joven la vio, tan apurada
como estaba y no dudó en dar un gran salto para sostenerla y evitar que diese
con su hermosa cara contra el mástil de la vela mayor. Por un instante sus
cuerpos se tocaron, mientras él la sostenía en sus brazos; aunque aquel momento
duró un suspiro, porque enseguida la joven se retiró.
— ¿Qué sucede? ¿Te arrepientes? ¿Quieres
regresar? Dilo y daré la orden de inmediato. —
¿En verdad la dejaría libre si ella
se lo pedía? ¿Tan fácil le resultaría abandonarla?
— ¿Tan poco me estimas que ya estás
deseando que me vaya? — Preguntó la joven sorprendida.
—Claro que no, mi amor, pero jamás
podría obligarte a nada. —
—Debo preguntarte algo. — Dijo ella
sonrojada. — La espada pertenecía a mi padre. ¿Cómo acabó en tu poder? Pensé
que se había hundido en el océano cuando aquel desgraciado me lo arrebató. —
—Yo estaba en el barco con tu padre
cuando comenzó la persecución. Había subido para verlo de cerca, porque quería
seguir los pasos del gran Barbanegra, cosa que no ilusionó en demasía a mi
padre. Era joven, tendría unos siete u ocho años por aquel entonces y tú apenas
tendrías cuatro o cinco nada más. — En ese momento, el joven hizo una pausa
dramática. — Pero todo sucedió demasiado rápido. En un abrir y cerrar de ojos,
antes del abordaje, tu padre me llevó a parte y me escondió en un barril vacío
que había en la popa del barco; no sin antes entregarme su amada espada, para
que en un futuro a su hija y mi futura esposa, yo se la entregara. —
—Espera un momento. ¿Me estás
diciendo que mi padre te encomendó que te casaras conmigo? — Dijo la joven
sorprendida.
—No, para nada, querida. Tu padre
sabía la conexión tan especial que teníamos y siempre me lo decía: “Sé que
algún día cuidarás bien de mi pequeña ninfa marina”. Creo que tu padre era un
visionario de esos que conocen el futuro de la humanidad antes que éste se
preste a suceder. Supo que perecería en aquel momento y por eso me entregó sus
dos bienes más preciados su arma y tú. —
—Cierto es que siempre has velado por
mí, desde antes de fallecer mi padre, eso lo recuerdo. — Dijo la joven con una
sonrisa tímida y las mejillas encendidas. Se había dado cuenta que Robert
siempre había sido especial para ella, no fue porque su padre se lo quisiera
meter por los ojos ni porque fuese el único joven apuesto de toda la isla, sino
porque realmente le quería.
—Siempre cuidaré de ti, tanto si eres
mi esposa como si eres solo mi mejor amiga. Nadie te hará daño mientras que yo
siga con vida. —
Y aquello realmente hizo que algo
cambiara en el interior de Stella, aquella coraza que la joven se había puesto
desde hacía varios años, cayó al suelo hecha mil pedazos. Toda su bravuconería,
incluso su falta de feminidad, como le decían el resto de muchachas al verla en
los charcos con una espada de madera jugar, por fin había desaparecido; ahora
rebosaba dulzura por cada poro de su piel. Se acercó un poco más a él, quería
volver a sentir esos brazos fuertes rodeándola, resguardándola, haciéndola
sentir por fin a salvo después de tanto tiempo. Se había hecho fuerte por
necesidad, ahora tan solo se dejaría llevar.
—Llama al párroco, nos casaremos al
atardecer. — Dijo la joven con un brillo especial en la mirada que no había
tenido antes y él brilló también.
Capítulo 3: SE AVECINA TORMENTA
—Déjame ayudarte. — Le dijo él, mientras le abrochaba
los botones del vestido que tenía a la espalda, procurando tener cuidado para
no rozarla. No quería que se sintiese incómoda, aún no se habían casado y ya le
había visto más piel de lo que debería. ¿Pero quién la ayudaría a vestirse si
no era él? ¿Algún pirata con las hormonas revolucionadas?
—Gracias, pero no tienes que tener
cuidado, en un par de minutos seré tu esposa y estaremos casados. —
—Lo sé, pero dicen que trae mala
suerte ver a la novia antes de la boda. — Respondió él con una sonrisa y las
mejillas encendidas.
— ¿Por eso llevas esa venda sobre los
ojos? — Dijo ella entre risas.
—Muy bonito, te ríes de tu futuro esposo.
Quiero hacer las cosas bien y demostrarte que puedes confiar en mí. —
De repente Robert perdió la ubicación
de los botones que estaba abrochando e intentó palpar el aire con cuidado,
hasta que sintió que las manos de Stella sostenían las suyas y las depositaban
en su cintura. Entonces la joven le quitó la venda y le miró a los ojos.
— ¿Puedes abrirlos? Por favor. —
Y él obedeció, ya que los había
cerrado al sentir que de la venda era despojado.
—Eres la mujer más hermosa que he
visto en mi vida y no puedo creer que realmente quieras casarte conmigo. — Dijo al ver a la joven con aquel
vestido entallado y el pelo semi-recogido con un pasador hecho de plata, una
concha marina y tres perlas engarzadas.
Pese a su corta edad, aquella joven
era fuerte, inteligente y valiente, todo lo que aquel lobo de mar hubiese
podido desear; pero además era su mejor amiga y no podía pedirle nada más a la
vida. Por ello, en cuanto acabaron de abrochar cada uno de los botones del
vestido y colocarse el carcaj con la espada de su padre a modo de cinturón, le
cogió la mano a su futuro esposo y le siguió hasta el altar improvisado que
había dispuesto la tripulación junto al timón.
—Curioso adorno, creo que ninguna
novia antes llevó uno igual el día de su casamiento. —
—No soy como las demás. ¿Te
arrepientes de haberme escogido? — Preguntó ella.
—Jamás. — Respondió él y mientras le iba
abriendo paso hasta la cubierta, se sintió el hombre más afortunado de la
Tierra.
La boda fue sencilla y rápida, pues
las nubes que amenazaban tormenta y fuerte viento no dejaban de mover el navío
con cierta violencia. Los bajos del vestido quedaron empapados y una gran ola
tras el famoso sí quiero, los hizo caer a cubierta y rodar por el suelo hasta
chocar contra estribor. Robert ayudó a
Stella a ponerse en pie, le ordenó que bajase al camarote donde estaría a salvo
y se marchó rumbo al timón, ya que la misma ola que los tumbó, había dejado sin
timonel al barco. Pero Stella era una caja de sorpresas y no se dejó doblegar,
cogió su espada, cortó la parte de abajo del vestido y tras volver a enfundarla
en su carcaj, comenzó a ayudar a la tripulación para recoger la vela mayor que
seguía desplegada.
Caídas, golpes y algún que otro
hombre cayó por la borda, la tormenta se les había echado encima y la muerte
acechaba desde el puesto del vigía. Un sentimiento extraño se clavó en el pecho
de Stella e hizo que de dolor se encogiera. De repente, miró hacia donde se
encontraba su amado y reciente esposo, y vio con horror cómo una ola le
golpeaba tan fuerte, que le hacía caer al mar inconsciente.
Sin pensárselo dos veces saltó por la
borda, y al sentir que el agua su cuerpo rozaba, fue como si miles de agujas se
clavaran en su piel con saña. Estaba loca. ¿En qué estaba pensando? Apenas
podía ver más allá de un palmo. Entonces se fijó en algo que flotaba unos
metros hacia el norte y se percató que era el cuerpo de Robert. Stella nadó
hasta él con todas sus fuerzas y al llegar hasta su amado, comprobó que seguía
respirando; tan solo había perdido el sentido por el golpe que había sufrido.
—Vamos cariño, despierta. Robert no me
puedes dejar sola, ahora no. Te necesito. — Le dijo, mientras luchaba por
mantenerse a flote y evitaba que el joven pirata se perdiese bajo el agua.
Las olas golpeaban con fuerza y el
barco se alejaba cada vez más, sería imposible que los viesen y fuesen a
rescatar; pero entonces el navío quedó atrapado en una especie de torbellino y
se hundió hasta el fondo del mar donde sus restos aún deben estar. ¿Qué haría
ahora? No podía rendirse. Consiguió arrastrar a su esposo hasta un barril
cercano y se sostuvo a él con una sola mano. No le quedaban apenas fuerzas,
pero no podía rendirse ni dejarse llevar por la parca de esa manera. Ella era
una pirata, una aventurera llena de sueños y esperanzas, no podía perder esa
batalla; ahora había empezado a vivir de verdad y nada ni nadie se lo iba a
arrebatar. Pasó así tantas horas que perdió la noción del tiempo, hasta que no
pudo más y se dejó llevar por la oscuridad de aquella fría masa de agua, que
luchaba sin tregua por tragársela. Entonces sintió que unos brazos fuertes la
sostenían por los hombros y cerró los ojos, solo podía escuchar el rugido del
mar y de fondo esa dulce voz que la invitaba a despertar.
—Vamos Stella, mi amor, despierta. Me
has salvado la vida, por favor no te rindas. — Dijo Robert, mientras presionaba el
pecho de la joven que permanecía tumbada en la arena de aquella playa
paradisiaca, donde no se avistaba otra forma de vida más que la de las gaviotas
que la sobrevolaban.
Poco a poco la joven abrió los ojos y
un sol abrasador le golpeó con fuerza en su despertar, por suerte, una silueta
que reconocía a la perfección se interpuso entre ella y el brillante astro, minimizando
el daño.
— ¡Estás viva! — Gritó Robert y se echó sobre ella para abrazarla.
Ella, apresó la cara del joven entre
sus manos y le atrajo para poder besarlo. Un beso que significaba más que
cualquier discurso improvisado, estaba lleno de palabras de consuelo, deseo y
amor verdadero; como ese por el que los amantes recorren grandes distancias, se
enfrentan a un millar de soldados armados o incluso a un gran dragón
hambriento, violento y algo malvado. Todo por un efímero beso que nos llene de
luz y nos haga sentir a salvo.
—Será mejor que busquemos refugio y
agua antes que anochezca. Esta isla no me resulta familiar y mira que es raro, porque
conozco todas las que hay situadas cerca de casa. — Dijo Robert, cuando Stella por fin
le dejó respirar.
—Quizás estemos en una zona que no
hayas explorado. —
—O que no aparece en las cartas de
navegación. Puede que hayamos encontrado una isla nueva. — Añadió el joven, intentando quitar
hierro al asunto.
—Pues más nos vale que sea una isla
rica en recursos, porque tengo la impresión que estaremos aquí solos mucho
tiempo. —
—Esperemos que no hayas heredado la
visión de tu padre. — Se quejó el joven mientras se quitaba de encima de su esposa
y la ayudaba a incorporarse.
Caminaron durante horas atravesando
la maleza que había junto a la playa, y se adentraron en ella espada en mano,
con el sudor bañando sus caras. Poco después llegaron a una roca con una pequeña
abertura, que parecía ser la entrada a una cueva profunda. Robert tuvo que
agachar un poco la cabeza para entrar, pero por suerte para él, después aquella
cueva se hacía más y más amplia con cada paso que daban. Entonces algo sucedió, la cueva se iluminó
repentinamente, gracias a unas antorchas que había colgadas en las paredes. ¿Se
habían encendido solas? ¿Qué las había activado? ¿Sería alguna trampa? ¿O
habría alguien allí abajo?
Los dos se cogieron de las manos y
siguieron avanzando hasta llegar al final de la cueva, a unos cientos de metros
de la entrada en la roca que minutos antes habían pasado. Allí, en el extremo
más alejado, había un extraño cofre sobre un altar de piedra cubierto de
telarañas y polvo; y aunque no era mayor que una caja de zapatos, pesaba como
mil demonios. Estaba hecho de oro puro y joyas engarzadas, rubíes, zafiros y
esmeraldas. Incluso tenía algunas perlas negras y blancas alrededor de la
cerradura, que parecía ser un pájaro de fuego como el que adornaba el mango de la espada de
Barbanegra, que ahora portaba Stella.
—Espera un momento, se parece mucho a
este que decora la espada de mi difunto padre. — Dijo Stella, desenfundando el arma.
—Cierto. ¿Puedo verlo? — Le pidió su marido intrigado.
Al coger la espada y pasar sus dedos
por el pájaro en llamas, sintió que estaba más caliente de lo habitual,
entonces pudieron ver cómo acercándolo al cofre, este comenzaba a brillar.
Stella arrancó la espada de manos de su marido y puso el pájaro frente a la
cerradura, haciendo que un golpe seco se escuchase y la tapa del cofre se
levantase.
Mientras Robert lo abría con cautela,
Stella se daba cuenta que había una inscripción en el interior de la tapa.
¿Aquello estaba en latín?
— Una monete test per vos
have ut vultus enim thesaurus vester erit. — Leyó la joven.
— ¿Sabes latín? — Preguntó Robert.
—Mientras algunos
andabais surcando los mares, otras tuvimos que aprender a bordar, cocinar y
alguna que otra cosa más. Me gusta mucho leer, por suerte para ti. Según creo
entender, dice que “una prueba por moneda has de afrontar y el tesoro tuyo
será.”—
— ¿Qué significado
tiene? — Dijo Robert, mientras
observaba el tesoro anonadado. Había miles de monedas de oro con extraños
dibujos en ellas grabados.
—En esta hay un
minotauro, es un ser mitológico... — Dijo Stella, antes de desaparecer junto
a la moneda, ante los ojos del estupefacto Robert que no daba crédito a lo que
estaba sucediendo.
¿Dónde
se había metido su amada? ¿Aquella inscripción era una advertencia? ¿Acaso el
tesoro estaba maldito? ¿Por qué habían tenido que abrirlo?
— ¡Stella! — Gritó desesperado,
pero ni siquiera el eco le respondió.
Capítulo 4: EL LABERINTO DE CRETA
Cuando Stella abrió los ojos, se dio
cuenta que ya no estaba en aquella cueva perdida junto a Robert, sino a la
entrada de un laberinto hecho de piedra en medio del bosque. Los muros eran tan
altos que le resultaría imposible escalarlos, por lo que solo le quedaba la
opción de seguir avanzando. De pronto cayó en la cuenta que ya no tenía la
moneda en su poder, pero sí la espada de su padre, que le daría fuerzas para
continuar y buscar una salida por donde escaparse.
—Espera un momento. — Se dijo a sí misma, deteniéndose en
un recoveco sin salida. —La moneda, el laberinto. ¿No será el
mismo de aquella leyenda que leí de pequeña? —
Y efectivamente así era. De pronto
escuchó un ruido extraño que provenía de un pasadizo cercano y procuró no hacer
ruido para no llamar la atención del minotauro. No quería enfrentarse a la
bestia sin tener muy claro lo que debía hacer para sobrevivir, por lo que
intentó recordar las palabras que leyó en aquel libro que le regaló su padre,
cuando volvió de uno de sus viajes. Si lo pensamos fríamente, tenía razón
Robert cuando hablaba de Barbanegra como un gran visionario, después de todo,
quizás aquel regalo le salvase la vida a su hija en aquel insólito escenario.
Piensa Stella, piensa. Se repetía una
y otra vez para sus adentros, hasta que recordó la historia del creador del
laberinto, su hijo y el príncipe valiente que arriesgó su vida para acabar con
la bestia sedienta de sangre; dicha leyenda dice así: Dédalos fue un gran
arquitecto ateniense, creador del famoso laberinto, donde Minos encerró al
minotauro para poder aplacar su sed con algún que otro sacrificio; pero cuando
dicho arquitecto cayó en desgracia, fue enviado junto a su hijo, Ícaro, al
lugar que él mismo había creado. Mientras estaban allí, Dédalos construyó unas
alas de cera para poder sobrevolar los muros y escapar de aquella prisión, pero
su hijo se acercó demasiado al sol y la cera se derritió, haciendo que cayese
al Mediterráneo, donde la muerte lo atrapó.
—Bueno, esa parte no creo que me sirva
de mucho, no podré fabricar unas alas con las que poder escapar, no soy muy
diestra en esos menesteres. — Se dijo a sí misma, mientras intentaba recordar la
parte de la leyenda que hablaba del príncipe que venció al minotauro.
Cada cierto tiempo, siete hombres y
siete mujeres eran enviados al laberinto para saciar el hambre del minotauro,
pero el tercer sacrificio que el rey Minos se dispuso a realizar para someter a
los aldeanos, no salió como lo había planeado; Teseo, el príncipe de Atenas, se
ofreció para visitar aquel lugar y acabar con la bestia; Minos pensó que
perdería y se libraría del muchacho, por eso accedió gustosamente a lo que
Teseo le había solicitado. El padre de Teseo el rey Egeo y le pidió a su hijo que
si ganaba en el laberinto, su barco izase velas blancas al entrar a puerto;
pero si por desgracia encontraba la muerte a manos de aquella bestia, pidió que
los tripulantes del barco en señal de luto izasen velas negras. Teseo venció al
minotauro gracias a su enamorada Ariadna, que le dio una madeja de hilo para
atar a la entrada y una espada con la que vencer a la bestia si se la
encontraba; pero a su regreso y gracias a la euforia del momento, se olvidó de
cambiar las velas y entró a puerto con las negras puestas, por ello su padre se
tiró al mar y aquel sacrificio le dio el nombre que tiene en la actualidad.
—Hilo, como no use los jirones de mi
vestido. — Dijo la joven y con gran acierto volvió a la entrada del
laberinto y ató la punta de un hilo que colgaba de su vestido.
Según iba avanzando, el vestido se
iba deshilachando, pero cuando daba con un recoveco sin salida, daba media
vuelta mientras el hilo recogía. El tiempo pasaba y no pasaba nada, el
minotauro cada vez estaba más cerca de alcanzarla y por ello desenfundó su
espada. ¿De verdad se iba a enfrentar a una criatura mitológica por una simple
moneda de oro? Bueno, para ser sinceros, no le habían dejado la opción de
rehusarla, seguramente de ser así, lo habría hecho encantada. ¿Acaso estaba
preparada para una aventura como aquella? Claro que había soñado con grandes
tesoros y batallas épicas desde pequeña, pero ahora estaba sola y la sombra de
la muerte rondaba sobre su cabeza. Había antorchas colgadas de la pared, como
en aquella cueva donde Robert debía
estar buscando el tipo de magia que a su esposa le había arrebatado.
Y así era, el joven no dejaba de
darle vueltas al cofre y miraba por todos los rincones; incluso intentaba mover
el altar empujando sin cesar, pero no se movía ni un ápice de su lugar. Llevaba
varios minutos dando vueltas por la zona buscando algún tipo de resorte, pero
no había nada que explicase la desaparición de su amada, ni por qué a él su
magia no afectaba. De repente se fijó en las paredes del fondo y vio unos
extraños dibujos grabados.
—Qué seres más extraños. — Pensó, al ver a unos hombres de
piernas extremadamente largas y cabezas ahuevadas. Aquellos seres estaban
entregando un cofre, parecido al que habían encontrado en aquella cueva, a unos
hombres mucho más bajitos y bien formados. ¿Acaso el cofre había sido entregado
al hombre por los antiguos dioses? ¿Qué más había dibujado? Tuvo que ir por una
antorcha para acercarla a la pared de al lado, donde había muchos más grabados.
—Ese se parece al de la moneda que
cogió Stella. —
Y en qué hora lo había hecho, pensó
la joven, mientras apresuraba el paso en aquel laberinto, pues el vestido casi
se había deshilachado por completo y ahora tan solo le quedaba algo parecido a
un chaleco. Menos mal que en aquellos tiempos las enaguas eran el último grito
o hubiese terminado cogiendo frío.
De repente, tras tomar un nuevo
camino se topó de bruces con el minotauro, que la estaba esperando con los ojos
encendidos y resoplando. Stella se apartó hacia atrás de un salto, mientras
veía cómo la bestia cargaba contra ella con todas sus fuerzas. La joven se agachó
para que no la embistiera y una vez que consiguió zafarse de su ataque, se
levantó con dificultad para darse cuenta que el hilo se había roto y no lo
podía encontrar. ¿Acaso la tensión tiró de él hacia la salida? ¿Ahora cómo
escaparía?
Con la espada en la mano cargó contra
la fiera y le hirió en un costado, aunque ella también se llevó del cuerno un
buen arañazo. El olor de la sangre encendió más al minotauro, que llevaba
demasiado tiempo hambriento y atrapado. ¿Acaso Teseo no acabó con su
sufrimiento hace años? ¿Por qué seguía existiendo si con él ya habían acabado?
Son dos de las preguntas que se le pasaron a Stella por la cabeza de repente,
aunque no era el mejor momento para darle vueltas a su mente. Debía concentrarse,
recordar lo que su padre le había enseñado jugando y lo que había visto hacer a
los demás piratas cuando estaban practicando. La fuerza no era su fuerte,
comparada con la de su oponente, pero la agilidad y la astucia estarían de su
lado, si lograba no ponerse nerviosa y anticiparse a su adversario.
La fiera volvió a la carga, pero esta
vez Stella estaba preparada. Mantuvo la posición con los pies bien firmes en el
suelo y sujetó la espada con todas las fuerzas que le quedaban, apuntando al
pecho del minotauro mientras este la atacaba. Entonces no lo pudo evitar y
cerró los ojos, no quería mirar a la muerte de frente, prefería pensar que todo
aquello era un sueño y le quedaba poco para despertar. Tenía mucho miedo,
estaba en un lugar que no podía comprender, enfrentándose a un ser que creía
muerto desde hacía tiempo y en paños menores. ¿Acaso había una explicación
lógica para todo lo que estaba sucediendo?
Robert acercó la antorcha a la roca y
descubrió que había miles de criaturas dibujadas, cada una con una pequeña
historia que contar y en el cofre una moneda en su lugar. Algunas recordaban a
las leyendas que le contaba Stella cuando eran pequeños, de todos aquellos
libros con los que su padre la agasajaba al volver de sus viajes a casa. Quizás
alguien encontró aquella cueva y plasmó en los libros aquellas leyendas. ¿Cómo
un aviso para los intrépidos que osasen abrir el cofre? ¿O para ayudarles a que
el tesoro por fin tuviese un dueño?
De pronto escuchó un grito de mujer y
al girarse vio a Stella tras él, llevaba la espada en ristre y la ropa interior
manchada de sangre. ¿Dónde había dejado su vestido? ¿Y de quién era esa sangre
que manchaba sus manos?
— ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? — Preguntó el joven mientras se
acercaba a ella y la hacía bajar la espada con delicadeza.
— ¿Robert? — Dijo la joven echándose a llorar y
abrazando a su marido con fuerza. Apenas le dejaba respirar al haberse
enganchado a su cuello como una culebra.
—Tranquila, soy yo. ¿Dónde has estado?
—
Entonces ella se apartó y se dio
cuenta que seguía teniendo la espada en una de sus manos, y en la otra… Al
abrir el puño pudo ver como un brillo dorado daba paso a la moneda del
minotauro. Ahí estaba de nuevo, por ello Stella la tiró al suelo y se apartó de
ella con recelo.
—Cuando sostuve la moneda y nombré al
animal que tiene grabado, me llevó al laberinto del minotauro, esta sangre es
suya. — Dijo la joven, mientras se quitaba
los jirones del vestido que aún llevaba puestos y los tiraba al suelo.
— ¿De verdad? Yo estuve viendo las
pinturas que hay grabadas en la pared, al parecer cuentan la historia de cada
moneda. Los dioses les dieron a los hombres el cofre y alguien grabó esto a
modo de advertencia.
Y Robert se agachó para coger la
moneda, cosa que Stella intentó impedir que hiciera.
— ¡No lo hagas! — Dijo ella con la voz temblorosa.
—Creo que no habrá problema, tú has
roto el hechizo que llevaba y ahora es tuya, te la has ganado. — Respondió el joven. — Mira. ¡Minotauro! —
Dijo en voz alta y no pasó
absolutamente nada. Cada vez que pasabas una de las pruebas, la magia que había
en esa moneda se desvanecía, por lo que si querían conseguir el tesoro que ante
ellos tenían, deberían hacer lo que decía la inscripción que Stella en la tapa
del cofre leyó.
—Ahora es mi turno, no te muevas de
aquí, volveré enseguida. — Le dijo a su mujer y después la besó con fuerza, por si no
volvía a verla.
— ¿Enseguida? Llevo horas perdida. —
—En realidad no ha pasado tanto tiempo
como te puede parecer, apenas estuviste fuera
una hora, dos a lo sumo. — Dijo el joven, dejando a la joven
perpleja.
La joven apenas podía creerse lo que
estaba escuchando. ¿De verdad merecía la pena pasar por todo aquello por unas
monedas?
— ¿Por qué? — Quiso saber Stella, mirando al cofre
que había junto a ella.
—Porque somos piratas, el oro nos
llama. Y además, tu padre el visionario te dio algo más que simples libros por
cada cumpleaños, te dio la forma de superar las pruebas, oculta en aquellas
leyendas. —
Entonces la joven observó por primera
vez con atención aquellos grabados y descubrió que Robert no iba mal
encaminado. Aquellas criaturas se parecían mucho a las historias que había
leído, como el León de Crimea, la Hidra, Medusa o incluso una Quimera. Recordó
lo que siempre le decía su padre al tiempo que le entregaba uno de aquellos
libros, que junto al barco se habían hundido: “Algún día vivirás todas estas
aventuras y muchas más, mi querida ninfa marina. Ya lo verás.”
—Está bien, escoge una moneda. Nos
turnaremos. — Le dijo la joven con una sonrisa, mientras le pasaba la
espada a su esposo como protección, esperando que hiciese una buena elección.
El joven se acercó al cofre y cogió
la primera moneda que encontró, entonces le cambió el semblante, tragó saliva y
mientras pronunciaba aquella única palabra y miraba con pena a su amada, su
cuerpo sin previo aviso se desvanecía.
—No tenía que haberle dejado la
espada, solo empeorará las cosas. — Se dijo Stella a sí misma, mientras
se sentaba en el suelo a esperar que Robert volviese de su encontronazo con la
Hidra.
Capítulo 5: LA HIDRA DE LERNA
Cuando
Robert apareció en aquel lago, cerca del Peloponeso, se vio rodeado de varios
manantiales y una zona verdosa digna de un cuento. Y eso que se consideraba a
Lerna la entrada al mismísimo infierno, pero todo lo que sus ojos observaban
era tan bello… No le extrañó nada que la Hidra escogiese el Lago de Lerna como
su guarida habitual, pues dicho lugar era digno de admirar. Recordaba a la
perfección la historia de aquella bestia de tres cabezas, pues era la que más
le gustaba de todas las que le contaba Stella de pequeña.
La
Hidra era un animal acuático, una serpiente sin igual de tres cabezas, pero
cada vez que le cortabas una, surgían otras dos de donde estaba ésta. Tiene
aliento venenoso y el olor de su sangre llega a ser letal, por ello hay que
cuidarse de acabar bañado por ese líquido infernal. Por ello el joven pirata
tenía un plan, se cubriría la nariz y la boca con una de sus mangas, para
evitar que aquello lo envenenara. Se arrancó la manga izquierda, que ya estaba
algo suelta y se la anudó detrás de la cabeza para protegerse la cara de
aquella peste horrenda. Después comenzó a caminar por aquel hermoso lugar,
hasta llegar a un pantano, junto al que había una oscura cueva mucho mayor que
la que Stella y él habían encontrado en aquella isla desierta. Por las leyendas
sabía que allí residía la Hidra, pero debía hacerla salir, si quería tener la
oportunidad de poderla combatir.
—Bien,
Robert, recuerda que eres un gran pirata y puedes con esto y mucho más.
Necesitas vencer a esta bestia para regresar con Stella. Ella fue capaz de acabar
sola al minotauro, si tú no logras matar a la Hidra, le demostrarás a tu esposa
que eres un blando. —
Se dijo a sí mismo, mientras sostenía la espada con las dos manos frente a él.
Entonces
recordó la historia de cómo Heracles venció a la Hidra que Era crió para
matarle. El joven se cubrió la nariz y la boca, como había hecho Robert
previamente y fue cortando cabezas en incinerándolas sin tregua, hasta que
consiguió que solo quedase una entera. Debía ser muy rápido, porque la Hidra se
regeneraba y por cada cabeza cortada otras dos surgían de la nada. ¿Sería capaz
de hacerlo? La verdad es que no estaba muy seguro de ello, pero no le quedaba
otra opción que convertirse en el campeón de aquella hazaña, que quizás algún
día por un gran escritor fuese contada.
Se
arrancó la manga derecha que le quedaba en su sitio y la enroscó en la rama
caída de un árbol que encontró cerca de su posición; después sacó la petaca que
llevaba en el pantalón y que por suerte el mar no se había tragado, junto al
barco y empapó la tela para prender la mecha. La dejó a un lado mientras cogía
un par de palos y algunas hojas secas para hacer una pequeña fogata; y después
de varios minutos frotando aquellos palos sin parar, logró que saltaran chispas
y se puso a soplar. Ya tenía el fuego listo, por lo que acercó la tela empapada
en whiskey y esta comenzó a arder.
Se
adentró con paso firme en la cueva, pero con cuidado de no resbalar, porque el
suelo estaba mojado y no quería lesionarse antes de empezar. Anduvo por el
interior de aquella caverna oscura durante algunos minutos, hasta que un olor
nauseabundo le golpeó la nariz y escuchó un ruido no muy lejos de allí. ¿Acaso
la bestia estaba roncando? Mejor para él, estaría atontada y resultaría más
fácil matarla.
A
unos pocos metros más adelante, se encontraba la Hidra tumbada, hasta parecía
buena mientras dormía y roncaba. De pronto una de las cabezas abrió los ojos y
se encontró de frente con el joven pirata, que la miró extasiado mientras se
incorporaba. Aquel bicho tendría por lo menos el mismo tamaño que su barco
hundido. ¿Cómo podría enfrentarse a ella con una espada y una pequeña antorcha
medio apagada? Los músculos no le funcionaban, sus piernas no se movían y la
Hidra cada vez estaba más erguida. Entonces pensó en Stella, en su dulce esposa
que había sido capaz de acabar con la fiera sanguinaria y aquello le infundió las
fuerzas que necesitaba.
Tenía
que tener cuidado para no resbalar y por ello tuvo que ir más lento de lo
recomendado, además necesitaba que la mecha le siguiese alumbrando. Tras unos
minutos que resultaron agónicos, con la Hidra pisándole los talones, logró
salir de la cueva y llegar al despejado pantano. Volvió a mojar la antorcha con
el poco alcohol que le quedaba y la acercó de nuevo a la fogata, que estaba
casi apagada. Entonces la Hidra hizo acto de presencia y comenzó la batalla que
resultó épica.
El
joven pirata atacó a la cabeza izquierda de la Hidra, seccionándola muy cerca
del torso y después con un movimiento ágil, esquivó la mordida de la segunda
cabeza para acabar con la de la derecha. Pero aquello se regeneraba demasiado
rápido y en un abrir y cerrar de ojos, había cinco cabezas en lugar de tres, no
se lo podía creer.
— ¡Más rápido!- Se exigió
a sí mismo para animarse.
Y
entonces volvió al ataque, seccionando la cabeza central con la mano derecha y
girándose al ritmo de una tarantela, para cortar con gran destreza la cabeza
derecha.
— ¿Otra vez? —
Siete
cabezas tenía ahora ante sí y tuvo que moverse muy rápido, para no acabar entre
sus dientes empalado. Debía quemar las cabezas que cortaba o no tendría ninguna
oportunidad de acabar con vida tras la batalla; por ello se lanzó con todas sus
fuerzas a por la primera cabeza, la segunda, la tercera y por fin la cuarta,
hasta consiguió prenderles fuego antes que del todo se regeneraran. Volvía a
estar como al principio, con tres cabezas nada más, pero esta vez la Hidra
estaba más cabreada e iba a resultar más difícil matarla.
Robert
estaba agotado, no podía más, no solo debía cortar las cabezas y quemarlas,
también tenía que esquivar las mordeduras de las que seguían sin estar
cortadas. Por ello se armó de valor y con el poco aliento que le quedaba, dio
un gran salto hacia delante, mientras cortaba con gran agilidad las dos cabezas
laterales en el aire; y al aterrizar de nuevo en el suelo, apuntó a las cabezas
con la antorcha y las prendió fuego. Solo quedaba una, por fin, pero apenas
podía tenerse en pie y aquella cabeza casi le clava los colmillos en una
pierna.
Entonces
escuchó un grito de mujer y la cabeza de la Hidra cayó a sus pies. Al levantar
la mirada hacia aquella aliada inesperada, se dio cuenta que Stella portaba una
espada grande y afilada. Había seccionado la cabeza de la Hidra para salvarle
la vida, no solo era una gran pirata y su mujer, también una heroína.
— ¿Qué haces aquí? ¿Cómo
has podido llegar hasta mí? —
Quiso saber el joven que apenas podía sostenerse en pie.
—Era un reto demasiado
grande el que tenías por delante y no quería dejarte solo. Se me ocurrió que
cogiendo todas las monedas con el dibujo de la Hidra, me harían viajar hasta la
fiera para enfrentarme con ella. Si mi plan ha funcionado, todas estas monedas
deben haber perdido la maldición que les habían echado. — Respondió, mientras colocaba
el brazo de su marido alrededor de su cuello, para ayudarle a sostenerse y
ambos, desaparecían de repente.
Ya
en la cueva de la isla perdida, vieron cómo la teoría de Stella cobraba vida.
Al extender las manos y ver que tras una luz dorada y brillante, aparecían
decenas de monedas, que a duras penas podían sostener, comprendieron que juntos
serían más fuertes y el tesoro en menos tiempo lograrían poseer.
— ¿Sabes? Eres la mujer
más lista y bella que he conocido en toda mi vida. Doy gracias a Poseidón por
hacer que nuestras rutas se cruzasen, mi vida. — Le dijo él, mientras soltaba las
monedas al suelo y la atraía hacia él para besarla con todo el fuego que
llevaba dentro.
Ella
se dejó agasajar, se sentía tan bien en sus brazos que no pensaba objetar; pero
estaba demasiado agotado y debía recuperar fuerzas, si quería enfrentar con
acierto el próximo reto.
—Amor, tú descansa, que yo iré a buscarte
algo de comida y un poco de agua. No tardaré. — Le dijo ella y se apartó de su lado.
—Debería ser yo quien
cuidase de ti, no al revés. —
Se lamentó él, mientras se deslizaba hasta el suelo y reposaba la espalda en la
roca del altar.
—Soy digna hija de
Barbanegra, no necesito nadie que cuide de mí, solo que me sea leal, me ame y
no tema que una mujer en todo le pueda superar. — Le dijo ella con una sonrisa pícara y
juguetona.
—Seré todo eso y mucho más,
prometo que intentaré estar a tu altura y no ser un estorbo, diosa de la
piratería. —
Y entonces se rió él también, pese al dolor que sentía por todo el cuerpo.
—Lo sé, por eso entre
todos los hombres del mundo, te escogí a ti. Debes ser un privilegiado. — Y se marchó rauda y
veloz hacia un arroyo cercano que había encontrado, donde además había unas
bayas comestibles parecidas a las uvas negras que estaban extremadamente buenas.
Pocos
minutos después, regresó con las bayas recogidas en sus enaguas y un cuenco
improvisado con unas hojas grandes que llenó de agua. Robert le agradeció aquel
almuerzo que le supo tan reparador y poco después las fuerzas, recuperó.
—Muchas gracias, querida
ninfa. ¿De dónde sacaste todo esto? ¿Y la espada? — Dijo el joven mientras
se incorporaba.
—La espada la encontré
cerca de la Hidra, junto a un montón de huesos y armaduras vacías; y las bayas
y el agua las encontré aquí cerca, mientras exploraba la zona cuando no estabas.
— Confesó la joven, a la
par que recogía la espada de su padre y le pasaba la otra a su amado esposo.
— ¿Estás lista para otra
nueva aventura? —
Le preguntó él con una dulce sonrisa llena de orgullo y felicidad.
—Siempre lista. — Respondió ella,
alzando su espada.
—Pues escoge una moneda,
te toca elegir. —
Stella
enfundó su espada y cogió una moneda del baúl, entonces comenzó a buscar por
todo el cofre todas las monedas que llevasen el mismo dibujo y se las metió a
Robert en los bolsillos. Todas excepto una, que ella sostenía en una de sus
manos, mientras con la otra que le quedaba libre, cogía la mano de Robert y
pronunciaba en voz alta aquel nombre tan horrible.
— ¡Manticora! — Gritó Stella y tanto
ella como Robert desaparecieron de la cueva.
¿Cuántas
aventuras les quedaban por vivir? ¿Cómo saldrían de aquella isla una vez
acabasen con todas las pruebas? ¿Y dónde irían después de estas? Muchas
preguntas que os dejo en el aire, pues el cuento llegó a su fin; quizás más
adelante podáis leer una segunda parte, si el destino nos vuelve a reunir.
FIN
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