viernes, 15 de enero de 2021

EL COFRE MÁGICO

 

Capítulo 1: LA PROPOSICIÓN

 

Hay momentos en la vida, en los que te das cuenta que todo ha cambiado, que ya no eres la misma niña que jugueteaba con una espada de madera y paseaba por el barco como si fuese la dueña. No, ahora que mi padre ya no está y me ha pasado el testigo, debo hacerme respetar como cualquier otro pirata que surque estos mares.

Por cierto, perdón por no haberme presentado, me llamo Stella Teach y soy la hija secreta de Barba Negra. Os preguntaréis cómo puede ser posible, pues… Mi padre abordó un barco donde viajaba mi madre, una italiana muy hermosa que le cautivó nada más verla, por lo que se encaprichó de ella y nueve meses después, nací yo. Me críe en la isla de Ocracoke, en Carolina del Norte, pero cuando mi padre fue decapitado, algo dentro de mía cambió. Decidí vengar su muerte y seguir sus pasos, aunque claro, intentaré centrarme en objetivos que no terminen con mi cabeza separada de mi cuerpo; como encontrar los tesoros que guardan los piratas en ciertas islas abandonadas. Quien roba a un ladrón, tiene cien años de perdón. ¿No?

Sí, ya lo sé, hay un código de la piratería, pero seamos francos, nadie se hace rico respetando las normas y tampoco quiero enemistarme con las autoridades y pasarme la vida huyendo como mi padre.

Y ahora que ya me he presentado y conocéis mis planes, me pondré a buscar un barco y una tripulación, porque sin ellos poca cosa podré hacer. Bien, lo primero que necesito es el barco, pero el de mi padre fue requisado y dudo que pueda comprar uno, ya que en los tiempos que corren nadie quiere ser gobernado por una joven aspirante a pirata. Quizás si me hago pasar por grumete, pueda ir ascendiendo en la cadena de mando hasta hacerme con el barco o convencerles para esconder lo que robemos en una de esas islas de las que mi padre no dejaba de hablar cuando estaba borracho.

— ¡Stella! ¿Qué haces? Preguntó aquel joven de rasgos salvajes y mirada llameante.

Robert, eres un bribón. Me asustaste. Respondió la joven llevándose la mano al corazón.

¿Sigues soñando despierta? Se excusó la joven con pesar.

¿Y tú metiendo el hocico en las vidas ajenas? Añadió ella.

Solo me preocupo por ti, una señorita de tu clase debería estar dialogando con otras damas y no en esta taberna medio derrumbada y cochambrosa.

¿Tú estás en ella? Se quejó la joven promesa.

Yo soy un hombre y un gran pirata, tú solo eres la hija del gran Barbanegra. ¡POR  BARBANEGRA! Gritó, y entonces dio un golpe con su jarra de cerveza en la mesa, la alzó por encima de la cabeza y cuando todos los allí presentes repitieron la misma acción, el joven se refrescó el gaznate con ella.

Hay piratas mujeres y muy buenas, como Anne Bonny. ¿Qué me dices a eso? Rebatió ella.

¿Y crees que algún día serás tan buena y despiadada como Bonny? Eres demasiado buena para eso, quizás como mi esposa podría dejarte acompañarme en mis aventuras. Añadió el joven pirata, enamorado de Stella desde la infancia.

Sabes que soy una dama, por lo que jamás me desposaré. Quiero vivir aventuras, surcar los mares como hacía mi padre, conocer el país donde nació mi madre y eso no podría hacerlo si soy el adorno de alguien. Tú solo quieres una dama que te haga lucir, que sea la envidia de los demás bucaneros, pero yo soy mucho más que eso.

Lo sé, te conozco bien, Stella. ¿Recuerdas cuando tuvimos un encuentro en la bodega de aquel barco y tu padre por poco me corta la mano? Recordó el joven con una sonrisa en los labios.

Y lo que no es la mano. Jajaja.

Vale, sí. Eso podemos pasarlo por alto. El caso es que no hay hombre sobre la tierra que te conozca mejor. Sería capaz de viajar hasta el fin del mundo y saltar al vacío si tú estuvieses conmigo. Añadió el Robert, mientras cogía la mano de Stella y la besaba.

Te recuerdo que eso está por demostrar, la teoría de un tal Galileo está revolucionando la idea que tenemos acerca del mundo en el que vivimos. Rebatió ella con convicción. Galileo estaba muerto, pero sus ideas se habían ido extendiendo por el mundo y cada vez tenía más adeptos.

Ese era un loco como muchos otros y tú eres más lista que todos nosotros juntos. No puedes creerte esas tonterías.

No es el único, Platón, Aristóteles, Copérnico, todos estaban convencidos. Y si no me crees, podemos probarlo. Le retó la joven. Había tenido una gran idea para hacerse con un barco y una tripulación, apelar al ego del hombre que se cree que lo sabe todo, pero en realidad no sabe nada.

¿Cómo crees que podemos probarlo nosotros si ellos no fueron capaces de hacerlo? ¿No dices que son tan sabios?

Viajando más allá del borde permitido. ¿Te atreves a surcar los mares conmigo? Preguntó, mientras que se apoyaba en la mesa de la taberna, haciendo que sus pechos sobresaltaran más.

 

Al joven se le fue la vista hacia el escote y perdió la cordura por un instante, en ese momento hubiese accedido a cualquier cosa que la joven Stella le hubiese pedido.

 

Cásate conmigo e iremos donde tú quieras, tendrás mi barco, mi tripulación y a un servidor a tu merced. Le propuso, mientras le hacía una leve reverencia con la cabeza.

 

Aquello resolvería todos los problemas de Stella. Si se casaba con él tendría el barco y la tripulación con la que llevaba años soñando, pero el precio que pagaría a cambio… era quizás demasiado. No puedes enjaular a un alma libre o acabará sucumbiendo a la muerte lentamente. Por otro lado, aquel joven siempre le había gustado, un apuesto hombre de pelo castaño y ojos verdes, cuerpo musculado y dotes de mando. Mejor partido que los viejos lobos de mar que atestaban aquella taberna cochambrosa, seguro que sería.

 

Necesito pensarlo. Dijo la joven, agachando la mirada y retirándola hacia un lado.

Está bien, dentro de una semana zarpamos, si aceptas mi proposición, sube al barco. ¿De acuerdo? Le propuso él.

De acuerdo. Accedió ella. Tendría una semana para darle vueltas al tema, pero lo peor sería despedirse de su madre enferma.

 

Stella se marchó de la taberna directamente a casa, quería contarle a su madre el plan que había ideado y la oferta que Robert le había planteado. Siempre había soñado con surcar los mares y abandonar la tierra firme que la mantenía presa en aquella isla, pero vender su cuerpo y su alma a cambio de aquel sueño, era una decisión demasiado grande para tomarla ella sola.

 

Madre, estoy en casa.

Stella, ¿dónde estabas? No has asistido a la escuela, me encontré con tu maestra en el mercado y ella me lo dijo. Le dijo su madre con cierto enfado reflejado en su voz.

Lo sé, pero no me enseñan nada que no sepa ya. Leo mucho, incluso a los maestros del otro lado del mundo y las enseñanzas que me dan en la escuela se me quedan cortas. No nací para quedarme anclada a esta isla y lo sabes bien. Por mis venas corre sangre pirata y no puedes esperar que no escuche su llamada. Se quejó la joven, a punto de llorar por rabia.

Lo comprendo, hija. Cuando tu padre abordó el barco en el que me encontraba y me tomó por la fuerza, al principio me resistí, pero con el tiempo aprendí que las mujeres estamos hechas para sufrir. Es ley de vida y Dios lo quiso así.

Eso no es cierto, somos fuertes, valientes. Tú manejabas a padre como nadie. Añadió Stella.

Nadie dijo que no seamos listas y sepamos adaptarnos, pero si encontrases un marido que te cuidase, me quedaría mucho más tranquila, ahora que mi tiempo se acaba. El dolor que siento en el pecho se hace cada vez más insoportable y me gustaría saber que tú estarás bien cuando yo me marche. Dijo la madre entre lágrimas, cosa que hizo que Stella la abrazara.

Lo sé y odio no poder hacer nada para ayudarte. ¿Sabes? Robert me ha propuesto matrimonio y que le acompañe en sus aventuras. Confesó la joven, maquillando un poco la verdad.

Eso es perfecto, es un joven apuesto, dueño y señor de un gran barco y aprendió de tu padre, por lo que sabrá cuidarte. Es el mejor muchacho que hay en la región, las damas le imploran su cariño, pero sé que él solo tiene ojos para vos.

Ya, pero si me caso, perderé mi libertad. Se lamentó Stella.

Si no lo haces no podrás cumplir tu sueño de navegar o peor, podría desposarte a la fuerza un hombre horrible o qué se yo. Él cuidará de ti, lo sé.

De acuerdo, lo haré, pero no quiero dejarte sola.

Todos los hijos tarde o temprano deben abandonar el nido, ahora te toca a ti. Ve, hija mía y sé feliz. Surca los mares y vive la vida, que en los tiempos que corren no hay mucho donde elegir. —

Capítulo 2: LA DECISIÓN DE STAELLA

 

Mientras observaba a la profesora impartir la lección, Stella viajó gracias a su imaginación. Se vio a sus 16 años recién cumplidos, surcando los mares como capitana de su propio barco, encontrando tesoros escondidos y conociendo a los más grandes eruditos de la época. Y sí, ahora os estaréis llevando las manos a la cabeza por la juventud que rebosaba nuestra hermosa protagonista, cabello castaño hasta la cintura y mirada profunda y oscura; pero debéis tener en cuenta que aquella era otra época y las jóvenes a esa edad estaban casi todas buscando marido o a punto de casar. Con esos corsés que ahora solo nos ponemos de vez en cuando y esos vestidos largos y tan poco prácticos para abordar un barco. La mujer quedaba reducida a un simple adorno sin voz ni voto, por lo que Stella era una revolucionaria para su época y si no tenía cuidado podría costarle la cabeza.

—No puedo más. — Dijo Stella en voz alta, mientras se levantaba, recogía sus cosas y salía por la puerta sin hacer caso a las advertencias de su maestra.

Fue corriendo hasta su casa, buscando a su madre que estaba en la cocina preparando el almuerzo. Cuando esta la vio llegar corriendo, acalorada y con las faldas remangadas, primero se asustó, pero después recordó que su hija era un poco salvaje y se resignó.

— ¿Qué ha sucedido? — Quiso saber la mujer, mientras se limpiaba la harina de las manos con el mandil.

—Lo he decidido, me voy a viajar por el mundo. No soporto estar en esta jaula ni un minuto más. Vente conmigo. —

—No, querida. Debes volar, vivir tu vida; yo pasaré los días que me quedan disfrutando de mis paseos por la playa y soñando despierta con las aventuras que me relates en tus cartas. — Respondió la madre, mientras cogía las manos de su hija entre las suyas.

—Pero no puedo irme y dejarte aquí sola. — Se lamentó la joven.

—Todas las señoritas de bien que son desposadas, deben seguir fielmente a su marido e ir a donde él vaya. —

— ¿De verdad tengo que casarme para irme de esta isla? ¿No puedo coger un bote e irme remando hasta la costa más cercana? — Se quejó Stella, mientras dejaba sus posaderas caer sobre la silla de madera que había junto a ella.

—Siempre supe que eras diferente, no encajas en este mundo nuestro, tu alma es despierta aunque sueñes a lo grande y tu espíritu ha salido peleón como el de tu padre. Ve y cumple tus sueños, no dejes que nadie apague tu luz, mi pequeña ninfa marina. —

Entonces madre e hija se abrazaron por última vez, porque al alba zarpó el barco de Robert y Stella se fue con él. Su madre no fue a despedirla, sabía que la pena de ver marchar a su hija no la soportaría; por ello se quedó como siempre en la cocina, mientras pensaba en las aventuras que viviría su pequeña ninfa.

—Bienvenida a bordo, querida. Te mostraré tu camarote temporal, cuando estemos casados compartiremos lecho. — Le dijo Robert, mientras le tendía la mano para ayudarla a subir al barco y daba la orden a su tripulación de subir a bordo los enseres de la joven que muy pronto desposaría.

— ¿Cuándo se celebrará la ceremonia? — Quiso saber Stella con resignación.

—En cuanto estemos en alta mar. Al ser el capitán de este navío no podré oficiar yo la ceremonia de mi propia boda, pero he logrado convencer a un párroco para viajar con nosotros a su destino a cambio de oficiar el servicio. — Le dijo con una gran sonrisa de satisfacción. — A propósito, creo que encontrarás un regalo de bodas en tus aposentos. —

Stella esperaba encontrar cualquier vulgaridad por ser la hija y futura esposa de un pirata. O quizás hubiese alguna tarea que realizar, pero al llegar al camarote, las lágrimas comenzaron a brotar sin parar.

—Creímos que te resultaría más fácil dar el paso si tus padres estaban contigo. — Le dijo Robert, mientras salía lentamente del camarote dejándola a solas con sus presentes.

El camarote no era gran cosa, el barco tampoco, pero tenía un pequeño camastro junto a un ojo de buey y un escritorio con una banqueta de madera, frente al que reposaba el baúl de Stella. Pero lo que le llamó la atención a la joven fue el vestido de novia bordado a mano, que su madre llevaba tiempo elaborando a escondidas para ese gran día. Era precioso, ligero y vaporoso, blanco con encaje lustroso y llevaba una pequeña cola y el cuello cerrado, para ensalzar su esbelta figura sin mostrar un ápice de su piel tostada por el sol. Le encantaba bañarse en el mar, porque era la única ocasión en la que podía quitarse el corsé en público sin causar exaltación. Hay que decir que los trajes de baño de antaño eran como vestidos pero un poco más estrafalarios; excepto en la agraciada Roma, donde sus mujeres ya usaban el bikini como traje preferido para los deportes acuáticos. Aquel vestido era mágico, tan bonito que Stella deseó correr a los brazos de Robert tan solo por poder llevarlo puesto. Pero entonces se fijó en algo que reposaba junto al vestido, una gran espada enfundada en cuero negro, cuyo mango recordaba a la perfección. ¿Aquella era la espada de su padre?

Salió corriendo del camarote, buscando a Robert, tenía tantas cosas que preguntarle que tropezó con las faldas al divisarle junto al timonel. Entonces el joven la vio, tan apurada como estaba y no dudó en dar un gran salto para sostenerla y evitar que diese con su hermosa cara contra el mástil de la vela mayor. Por un instante sus cuerpos se tocaron, mientras él la sostenía en sus brazos; aunque aquel momento duró un suspiro, porque enseguida la joven se retiró.

— ¿Qué sucede? ¿Te arrepientes? ¿Quieres regresar? Dilo y daré la orden de inmediato. —

¿En verdad la dejaría libre si ella se lo pedía? ¿Tan fácil le resultaría abandonarla?

— ¿Tan poco me estimas que ya estás deseando que me vaya? — Preguntó la joven sorprendida.

—Claro que no, mi amor, pero jamás podría obligarte a nada. —

—Debo preguntarte algo. — Dijo ella sonrojada. — La espada pertenecía a mi padre. ¿Cómo acabó en tu poder? Pensé que se había hundido en el océano cuando aquel desgraciado me lo arrebató. —

—Yo estaba en el barco con tu padre cuando comenzó la persecución. Había subido para verlo de cerca, porque quería seguir los pasos del gran Barbanegra, cosa que no ilusionó en demasía a mi padre. Era joven, tendría unos siete u ocho años por aquel entonces y tú apenas tendrías cuatro o cinco nada más. — En ese momento, el joven hizo una pausa dramática. — Pero todo sucedió demasiado rápido. En un abrir y cerrar de ojos, antes del abordaje, tu padre me llevó a parte y me escondió en un barril vacío que había en la popa del barco; no sin antes entregarme su amada espada, para que en un futuro a su hija y mi futura esposa, yo se la entregara. —

—Espera un momento. ¿Me estás diciendo que mi padre te encomendó que te casaras conmigo? — Dijo la joven sorprendida.

—No, para nada, querida. Tu padre sabía la conexión tan especial que teníamos y siempre me lo decía: “Sé que algún día cuidarás bien de mi pequeña ninfa marina”. Creo que tu padre era un visionario de esos que conocen el futuro de la humanidad antes que éste se preste a suceder. Supo que perecería en aquel momento y por eso me entregó sus dos bienes más preciados su arma y tú. —

—Cierto es que siempre has velado por mí, desde antes de fallecer mi padre, eso lo recuerdo. — Dijo la joven con una sonrisa tímida y las mejillas encendidas. Se había dado cuenta que Robert siempre había sido especial para ella, no fue porque su padre se lo quisiera meter por los ojos ni porque fuese el único joven apuesto de toda la isla, sino porque realmente le quería.

—Siempre cuidaré de ti, tanto si eres mi esposa como si eres solo mi mejor amiga. Nadie te hará daño mientras que yo siga con vida. —

Y aquello realmente hizo que algo cambiara en el interior de Stella, aquella coraza que la joven se había puesto desde hacía varios años, cayó al suelo hecha mil pedazos. Toda su bravuconería, incluso su falta de feminidad, como le decían el resto de muchachas al verla en los charcos con una espada de madera jugar, por fin había desaparecido; ahora rebosaba dulzura por cada poro de su piel. Se acercó un poco más a él, quería volver a sentir esos brazos fuertes rodeándola, resguardándola, haciéndola sentir por fin a salvo después de tanto tiempo. Se había hecho fuerte por necesidad, ahora tan solo se dejaría llevar.

—Llama al párroco, nos casaremos al atardecer. — Dijo la joven con un brillo especial en la mirada que no había tenido antes y él brilló también.

Capítulo 3: SE AVECINA TORMENTA

 

Déjame ayudarte. Le dijo él, mientras le abrochaba los botones del vestido que tenía a la espalda, procurando tener cuidado para no rozarla. No quería que se sintiese incómoda, aún no se habían casado y ya le había visto más piel de lo que debería. ¿Pero quién la ayudaría a vestirse si no era él? ¿Algún pirata con las hormonas revolucionadas?

Gracias, pero no tienes que tener cuidado, en un par de minutos seré tu esposa y estaremos casados.

Lo sé, pero dicen que trae mala suerte ver a la novia antes de la boda. Respondió él con una sonrisa y las mejillas encendidas.

¿Por eso llevas esa venda sobre los ojos?  Dijo ella entre risas.

Muy bonito, te ríes de tu futuro esposo. Quiero hacer las cosas bien y demostrarte que puedes confiar en mí.

De repente Robert perdió la ubicación de los botones que estaba abrochando e intentó palpar el aire con cuidado, hasta que sintió que las manos de Stella sostenían las suyas y las depositaban en su cintura. Entonces la joven le quitó la venda y le miró a los ojos.

¿Puedes abrirlos?  Por favor.

Y él obedeció, ya que los había cerrado al sentir que de la venda era despojado.

Eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida y no puedo creer que realmente quieras casarte conmigo. Dijo al ver a la joven con aquel vestido entallado y el pelo semi-recogido con un pasador hecho de plata, una concha marina y tres perlas engarzadas.

Pese a su corta edad, aquella joven era fuerte, inteligente y valiente, todo lo que aquel lobo de mar hubiese podido desear; pero además era su mejor amiga y no podía pedirle nada más a la vida. Por ello, en cuanto acabaron de abrochar cada uno de los botones del vestido y colocarse el carcaj con la espada de su padre a modo de cinturón, le cogió la mano a su futuro esposo y le siguió hasta el altar improvisado que había dispuesto la tripulación junto al timón.

Curioso adorno, creo que ninguna novia antes llevó uno igual el día de su casamiento.

No soy como las demás. ¿Te arrepientes de haberme escogido? Preguntó ella.

Jamás. Respondió él y mientras le iba abriendo paso hasta la cubierta, se sintió el hombre más afortunado de la Tierra.

La boda fue sencilla y rápida, pues las nubes que amenazaban tormenta y fuerte viento no dejaban de mover el navío con cierta violencia. Los bajos del vestido quedaron empapados y una gran ola tras el famoso sí quiero, los hizo caer a cubierta y rodar por el suelo hasta chocar contra estribor.  Robert ayudó a Stella a ponerse en pie, le ordenó que bajase al camarote donde estaría a salvo y se marchó rumbo al timón, ya que la misma ola que los tumbó, había dejado sin timonel al barco. Pero Stella era una caja de sorpresas y no se dejó doblegar, cogió su espada, cortó la parte de abajo del vestido y tras volver a enfundarla en su carcaj, comenzó a ayudar a la tripulación para recoger la vela mayor que seguía desplegada.

Caídas, golpes y algún que otro hombre cayó por la borda, la tormenta se les había echado encima y la muerte acechaba desde el puesto del vigía. Un sentimiento extraño se clavó en el pecho de Stella e hizo que de dolor se encogiera. De repente, miró hacia donde se encontraba su amado y reciente esposo, y vio con horror cómo una ola le golpeaba tan fuerte, que le hacía caer al mar inconsciente.

Sin pensárselo dos veces saltó por la borda, y al sentir que el agua su cuerpo rozaba, fue como si miles de agujas se clavaran en su piel con saña. Estaba loca. ¿En qué estaba pensando? Apenas podía ver más allá de un palmo. Entonces se fijó en algo que flotaba unos metros hacia el norte y se percató que era el cuerpo de Robert. Stella nadó hasta él con todas sus fuerzas y al llegar hasta su amado, comprobó que seguía respirando; tan solo había perdido el sentido por el golpe que había sufrido.

Vamos cariño, despierta. Robert no me puedes dejar sola, ahora no. Te necesito. Le dijo, mientras luchaba por mantenerse a flote y evitaba que el joven pirata se perdiese bajo el agua.

Las olas golpeaban con fuerza y el barco se alejaba cada vez más, sería imposible que los viesen y fuesen a rescatar; pero entonces el navío quedó atrapado en una especie de torbellino y se hundió hasta el fondo del mar donde sus restos aún deben estar. ¿Qué haría ahora? No podía rendirse. Consiguió arrastrar a su esposo hasta un barril cercano y se sostuvo a él con una sola mano. No le quedaban apenas fuerzas, pero no podía rendirse ni dejarse llevar por la parca de esa manera. Ella era una pirata, una aventurera llena de sueños y esperanzas, no podía perder esa batalla; ahora había empezado a vivir de verdad y nada ni nadie se lo iba a arrebatar. Pasó así tantas horas que perdió la noción del tiempo, hasta que no pudo más y se dejó llevar por la oscuridad de aquella fría masa de agua, que luchaba sin tregua por tragársela. Entonces sintió que unos brazos fuertes la sostenían por los hombros y cerró los ojos, solo podía escuchar el rugido del mar y de fondo esa dulce voz que la invitaba a despertar.

Vamos Stella, mi amor, despierta. Me has salvado la vida, por favor no te rindas. Dijo Robert, mientras presionaba el pecho de la joven que permanecía tumbada en la arena de aquella playa paradisiaca, donde no se avistaba otra forma de vida más que la de las gaviotas que la sobrevolaban.

Poco a poco la joven abrió los ojos y un sol abrasador le golpeó con fuerza en su despertar, por suerte, una silueta que reconocía a la perfección se interpuso entre ella y el brillante astro, minimizando el daño.

¡Estás viva! Gritó  Robert y se echó sobre ella para abrazarla.

Ella, apresó la cara del joven entre sus manos y le atrajo para poder besarlo. Un beso que significaba más que cualquier discurso improvisado, estaba lleno de palabras de consuelo, deseo y amor verdadero; como ese por el que los amantes recorren grandes distancias, se enfrentan a un millar de soldados armados o incluso a un gran dragón hambriento, violento y algo malvado. Todo por un efímero beso que nos llene de luz y nos haga sentir a salvo.

Será mejor que busquemos refugio y agua antes que anochezca. Esta isla no me resulta familiar y mira que es raro, porque conozco todas las que hay situadas cerca de casa. Dijo Robert, cuando Stella por fin le dejó respirar.

Quizás estemos en una zona que no hayas explorado.

O que no aparece en las cartas de navegación. Puede que hayamos encontrado una isla nueva. Añadió el joven, intentando quitar hierro al asunto.

Pues más nos vale que sea una isla rica en recursos, porque tengo la impresión que estaremos aquí solos mucho tiempo.

Esperemos que no hayas heredado la visión de tu padre. Se quejó el joven mientras se quitaba de encima de su esposa y la ayudaba a incorporarse.

Caminaron durante horas atravesando la maleza que había junto a la playa, y se adentraron en ella espada en mano, con el sudor bañando sus caras. Poco después llegaron a una roca con una pequeña abertura, que parecía ser la entrada a una cueva profunda. Robert tuvo que agachar un poco la cabeza para entrar, pero por suerte para él, después aquella cueva se hacía más y más amplia con cada paso que daban.  Entonces algo sucedió, la cueva se iluminó repentinamente, gracias a unas antorchas que había colgadas en las paredes. ¿Se habían encendido solas? ¿Qué las había activado? ¿Sería alguna trampa? ¿O habría alguien allí abajo?

Los dos se cogieron de las manos y siguieron avanzando hasta llegar al final de la cueva, a unos cientos de metros de la entrada en la roca que minutos antes habían pasado. Allí, en el extremo más alejado, había un extraño cofre sobre un altar de piedra cubierto de telarañas y polvo; y aunque no era mayor que una caja de zapatos, pesaba como mil demonios. Estaba hecho de oro puro y joyas engarzadas, rubíes, zafiros y esmeraldas. Incluso tenía algunas perlas negras y blancas alrededor de la cerradura, que parecía ser un pájaro de fuego como el  que adornaba el mango de la espada de Barbanegra, que ahora portaba Stella.

Espera un momento, se parece mucho a este que decora la espada de mi difunto padre. Dijo Stella, desenfundando el arma.

Cierto. ¿Puedo verlo? Le pidió su marido intrigado.

Al coger la espada y pasar sus dedos por el pájaro en llamas, sintió que estaba más caliente de lo habitual, entonces pudieron ver cómo acercándolo al cofre, este comenzaba a brillar. Stella arrancó la espada de manos de su marido y puso el pájaro frente a la cerradura, haciendo que un golpe seco se escuchase y la tapa del cofre se levantase.

Mientras Robert lo abría con cautela, Stella se daba cuenta que había una inscripción en el interior de la tapa. ¿Aquello estaba en latín?

Una monete test per vos have ut vultus enim thesaurus vester erit. Leyó la joven.

¿Sabes latín? Preguntó Robert.

Mientras algunos andabais surcando los mares, otras tuvimos que aprender a bordar, cocinar y alguna que otra cosa más. Me gusta mucho leer, por suerte para ti. Según creo entender, dice que “una prueba por moneda has de afrontar y el tesoro tuyo será.”

¿Qué significado tiene? Dijo Robert, mientras observaba el tesoro anonadado. Había miles de monedas de oro con extraños dibujos en ellas grabados.

En esta hay un minotauro, es un ser mitológico... Dijo Stella, antes de desaparecer junto a la moneda, ante los ojos del estupefacto Robert que no daba crédito a lo que estaba sucediendo.

¿Dónde se había metido su amada? ¿Aquella inscripción era una advertencia? ¿Acaso el tesoro estaba maldito? ¿Por qué habían tenido que abrirlo?

¡Stella! Gritó desesperado, pero ni siquiera el eco le respondió.

Capítulo 4: EL LABERINTO DE CRETA

 

Cuando Stella abrió los ojos, se dio cuenta que ya no estaba en aquella cueva perdida junto a Robert, sino a la entrada de un laberinto hecho de piedra en medio del bosque. Los muros eran tan altos que le resultaría imposible escalarlos, por lo que solo le quedaba la opción de seguir avanzando. De pronto cayó en la cuenta que ya no tenía la moneda en su poder, pero sí la espada de su padre, que le daría fuerzas para continuar y buscar una salida por donde escaparse.

Espera un momento. Se dijo a sí misma, deteniéndose en un recoveco sin salida.  La moneda, el laberinto. ¿No será el mismo de aquella leyenda que leí de pequeña?

Y efectivamente así era. De pronto escuchó un ruido extraño que provenía de un pasadizo cercano y procuró no hacer ruido para no llamar la atención del minotauro. No quería enfrentarse a la bestia sin tener muy claro lo que debía hacer para sobrevivir, por lo que intentó recordar las palabras que leyó en aquel libro que le regaló su padre, cuando volvió de uno de sus viajes. Si lo pensamos fríamente, tenía razón Robert cuando hablaba de Barbanegra como un gran visionario, después de todo, quizás aquel regalo le salvase la vida a su hija en aquel insólito escenario.

Piensa Stella, piensa. Se repetía una y otra vez para sus adentros, hasta que recordó la historia del creador del laberinto, su hijo y el príncipe valiente que arriesgó su vida para acabar con la bestia sedienta de sangre; dicha leyenda dice así: Dédalos fue un gran arquitecto ateniense, creador del famoso laberinto, donde Minos encerró al minotauro para poder aplacar su sed con algún que otro sacrificio; pero cuando dicho arquitecto cayó en desgracia, fue enviado junto a su hijo, Ícaro, al lugar que él mismo había creado. Mientras estaban allí, Dédalos construyó unas alas de cera para poder sobrevolar los muros y escapar de aquella prisión, pero su hijo se acercó demasiado al sol y la cera se derritió, haciendo que cayese al Mediterráneo, donde la muerte lo atrapó.

Bueno, esa parte no creo que me sirva de mucho, no podré fabricar unas alas con las que poder escapar, no soy muy diestra en esos menesteres. Se dijo a sí misma, mientras intentaba recordar la parte de la leyenda que hablaba del príncipe que venció al minotauro.

Cada cierto tiempo, siete hombres y siete mujeres eran enviados al laberinto para saciar el hambre del minotauro, pero el tercer sacrificio que el rey Minos se dispuso a realizar para someter a los aldeanos, no salió como lo había planeado; Teseo, el príncipe de Atenas, se ofreció para visitar aquel lugar y acabar con la bestia; Minos pensó que perdería y se libraría del muchacho, por eso accedió gustosamente a lo que Teseo le había solicitado. El padre de Teseo el rey Egeo y le pidió a su hijo que si ganaba en el laberinto, su barco izase velas blancas al entrar a puerto; pero si por desgracia encontraba la muerte a manos de aquella bestia, pidió que los tripulantes del barco en señal de luto izasen velas negras. Teseo venció al minotauro gracias a su enamorada Ariadna, que le dio una madeja de hilo para atar a la entrada y una espada con la que vencer a la bestia si se la encontraba; pero a su regreso y gracias a la euforia del momento, se olvidó de cambiar las velas y entró a puerto con las negras puestas, por ello su padre se tiró al mar y aquel sacrificio le dio el nombre que tiene en la actualidad.

Hilo, como no use los jirones de mi vestido. Dijo la joven y con gran acierto volvió a la entrada del laberinto y ató la punta de un hilo que colgaba de su vestido.

Según iba avanzando, el vestido se iba deshilachando, pero cuando daba con un recoveco sin salida, daba media vuelta mientras el hilo recogía. El tiempo pasaba y no pasaba nada, el minotauro cada vez estaba más cerca de alcanzarla y por ello desenfundó su espada. ¿De verdad se iba a enfrentar a una criatura mitológica por una simple moneda de oro? Bueno, para ser sinceros, no le habían dejado la opción de rehusarla, seguramente de ser así, lo habría hecho encantada. ¿Acaso estaba preparada para una aventura como aquella? Claro que había soñado con grandes tesoros y batallas épicas desde pequeña, pero ahora estaba sola y la sombra de la muerte rondaba sobre su cabeza. Había antorchas colgadas de la pared, como en aquella cueva donde Robert  debía estar buscando el tipo de magia que a su esposa le había arrebatado.

Y así era, el joven no dejaba de darle vueltas al cofre y miraba por todos los rincones; incluso intentaba mover el altar empujando sin cesar, pero no se movía ni un ápice de su lugar. Llevaba varios minutos dando vueltas por la zona buscando algún tipo de resorte, pero no había nada que explicase la desaparición de su amada, ni por qué a él su magia no afectaba. De repente se fijó en las paredes del fondo y vio unos extraños dibujos grabados.

Qué seres más extraños. Pensó, al ver a unos hombres de piernas extremadamente largas y cabezas ahuevadas. Aquellos seres estaban entregando un cofre, parecido al que habían encontrado en aquella cueva, a unos hombres mucho más bajitos y bien formados. ¿Acaso el cofre había sido entregado al hombre por los antiguos dioses? ¿Qué más había dibujado? Tuvo que ir por una antorcha para acercarla a la pared de al lado, donde había muchos más grabados.

Ese se parece al de la moneda que cogió Stella.

Y en qué hora lo había hecho, pensó la joven, mientras apresuraba el paso en aquel laberinto, pues el vestido casi se había deshilachado por completo y ahora tan solo le quedaba algo parecido a un chaleco. Menos mal que en aquellos tiempos las enaguas eran el último grito o hubiese terminado cogiendo frío.

De repente, tras tomar un nuevo camino se topó de bruces con el minotauro, que la estaba esperando con los ojos encendidos y resoplando. Stella se apartó hacia atrás de un salto, mientras veía cómo la bestia cargaba contra ella con todas sus fuerzas. La joven se agachó para que no la embistiera y una vez que consiguió zafarse de su ataque, se levantó con dificultad para darse cuenta que el hilo se había roto y no lo podía encontrar. ¿Acaso la tensión tiró de él hacia la salida? ¿Ahora cómo escaparía?

Con la espada en la mano cargó contra la fiera y le hirió en un costado, aunque ella también se llevó del cuerno un buen arañazo. El olor de la sangre encendió más al minotauro, que llevaba demasiado tiempo hambriento y atrapado. ¿Acaso Teseo no acabó con su sufrimiento hace años? ¿Por qué seguía existiendo si con él ya habían acabado? Son dos de las preguntas que se le pasaron a Stella por la cabeza de repente, aunque no era el mejor momento para darle vueltas a su mente. Debía concentrarse, recordar lo que su padre le había enseñado jugando y lo que había visto hacer a los demás piratas cuando estaban practicando. La fuerza no era su fuerte, comparada con la de su oponente, pero la agilidad y la astucia estarían de su lado, si lograba no ponerse nerviosa y anticiparse a su adversario.

La fiera volvió a la carga, pero esta vez Stella estaba preparada. Mantuvo la posición con los pies bien firmes en el suelo y sujetó la espada con todas las fuerzas que le quedaban, apuntando al pecho del minotauro mientras este la atacaba. Entonces no lo pudo evitar y cerró los ojos, no quería mirar a la muerte de frente, prefería pensar que todo aquello era un sueño y le quedaba poco para despertar. Tenía mucho miedo, estaba en un lugar que no podía comprender, enfrentándose a un ser que creía muerto desde hacía tiempo y en paños menores. ¿Acaso había una explicación lógica para todo lo que estaba sucediendo?

Robert acercó la antorcha a la roca y descubrió que había miles de criaturas dibujadas, cada una con una pequeña historia que contar y en el cofre una moneda en su lugar. Algunas recordaban a las leyendas que le contaba Stella cuando eran pequeños, de todos aquellos libros con los que su padre la agasajaba al volver de sus viajes a casa. Quizás alguien encontró aquella cueva y plasmó en los libros aquellas leyendas. ¿Cómo un aviso para los intrépidos que osasen abrir el cofre? ¿O para ayudarles a que el tesoro por fin tuviese un dueño?

De pronto escuchó un grito de mujer y al girarse vio a Stella tras él, llevaba la espada en ristre y la ropa interior manchada de sangre. ¿Dónde había dejado su vestido? ¿Y de quién era esa sangre que manchaba sus manos?

¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? Preguntó el joven mientras se acercaba a ella y la hacía bajar la espada con delicadeza.

¿Robert? Dijo la joven echándose a llorar y abrazando a su marido con fuerza. Apenas le dejaba respirar al haberse enganchado a su cuello como una culebra.

Tranquila, soy yo. ¿Dónde has estado?

Entonces ella se apartó y se dio cuenta que seguía teniendo la espada en una de sus manos, y en la otra… Al abrir el puño pudo ver como un brillo dorado daba paso a la moneda del minotauro. Ahí estaba de nuevo, por ello Stella la tiró al suelo y se apartó de ella con recelo.

Cuando sostuve la moneda y nombré al animal que tiene grabado, me llevó al laberinto del minotauro, esta sangre es suya. Dijo la joven, mientras se quitaba los jirones del vestido que aún llevaba puestos y los tiraba al suelo.

¿De verdad? Yo estuve viendo las pinturas que hay grabadas en la pared, al parecer cuentan la historia de cada moneda. Los dioses les dieron a los hombres el cofre y alguien grabó esto a modo de advertencia.

Y Robert se agachó para coger la moneda, cosa que Stella intentó impedir que hiciera.

¡No lo hagas! Dijo ella con la voz temblorosa.

Creo que no habrá problema, tú has roto el hechizo que llevaba y ahora es tuya, te la has ganado. Respondió el joven. Mira. ¡Minotauro!

Dijo en voz alta y no pasó absolutamente nada. Cada vez que pasabas una de las pruebas, la magia que había en esa moneda se desvanecía, por lo que si querían conseguir el tesoro que ante ellos tenían, deberían hacer lo que decía la inscripción que Stella en la tapa del cofre leyó.

Ahora es mi turno, no te muevas de aquí, volveré enseguida. Le dijo a su mujer y después la besó con fuerza, por si no volvía a verla.

¿Enseguida? Llevo horas perdida.

En realidad no ha pasado tanto tiempo como te puede parecer, apenas estuviste fuera  una hora, dos a lo sumo. Dijo el joven, dejando a la joven perpleja.

La joven apenas podía creerse lo que estaba escuchando. ¿De verdad merecía la pena pasar por todo aquello por unas monedas?

¿Por qué? Quiso saber Stella, mirando al cofre que había junto a ella.

Porque somos piratas, el oro nos llama. Y además, tu padre el visionario te dio algo más que simples libros por cada cumpleaños, te dio la forma de superar las pruebas, oculta en aquellas leyendas.

Entonces la joven observó por primera vez con atención aquellos grabados y descubrió que Robert no iba mal encaminado. Aquellas criaturas se parecían mucho a las historias que había leído, como el León de Crimea, la Hidra, Medusa o incluso una Quimera. Recordó lo que siempre le decía su padre al tiempo que le entregaba uno de aquellos libros, que junto al barco se habían hundido: “Algún día vivirás todas estas aventuras y muchas más, mi querida ninfa marina. Ya lo verás.”

Está bien, escoge una moneda. Nos turnaremos. Le dijo la joven con una sonrisa, mientras le pasaba la espada a su esposo como protección, esperando que hiciese una buena elección.

El joven se acercó al cofre y cogió la primera moneda que encontró, entonces le cambió el semblante, tragó saliva y mientras pronunciaba aquella única palabra y miraba con pena a su amada, su cuerpo sin previo aviso se desvanecía.

No tenía que haberle dejado la espada, solo empeorará las cosas. Se dijo Stella a sí misma, mientras se sentaba en el suelo a esperar que Robert volviese de su encontronazo con la Hidra.

Capítulo 5: LA HIDRA DE LERNA

 

Cuando Robert apareció en aquel lago, cerca del Peloponeso, se vio rodeado de varios manantiales y una zona verdosa digna de un cuento. Y eso que se consideraba a Lerna la entrada al mismísimo infierno, pero todo lo que sus ojos observaban era tan bello… No le extrañó nada que la Hidra escogiese el Lago de Lerna como su guarida habitual, pues dicho lugar era digno de admirar. Recordaba a la perfección la historia de aquella bestia de tres cabezas, pues era la que más le gustaba de todas las que le contaba Stella de pequeña.

La Hidra era un animal acuático, una serpiente sin igual de tres cabezas, pero cada vez que le cortabas una, surgían otras dos de donde estaba ésta. Tiene aliento venenoso y el olor de su sangre llega a ser letal, por ello hay que cuidarse de acabar bañado por ese líquido infernal. Por ello el joven pirata tenía un plan, se cubriría la nariz y la boca con una de sus mangas, para evitar que aquello lo envenenara. Se arrancó la manga izquierda, que ya estaba algo suelta y se la anudó detrás de la cabeza para protegerse la cara de aquella peste horrenda. Después comenzó a caminar por aquel hermoso lugar, hasta llegar a un pantano, junto al que había una oscura cueva mucho mayor que la que Stella y él habían encontrado en aquella isla desierta. Por las leyendas sabía que allí residía la Hidra, pero debía hacerla salir, si quería tener la oportunidad de poderla combatir.

Bien, Robert, recuerda que eres un gran pirata y puedes con esto y mucho más. Necesitas vencer a esta bestia para regresar con Stella. Ella fue capaz de acabar sola al minotauro, si tú no logras matar a la Hidra, le demostrarás a tu esposa que eres un blando. Se dijo a sí mismo, mientras sostenía la espada con las dos manos frente a él.

Entonces recordó la historia de cómo Heracles venció a la Hidra que Era crió para matarle. El joven se cubrió la nariz y la boca, como había hecho Robert previamente y fue cortando cabezas en incinerándolas sin tregua, hasta que consiguió que solo quedase una entera. Debía ser muy rápido, porque la Hidra se regeneraba y por cada cabeza cortada otras dos surgían de la nada. ¿Sería capaz de hacerlo? La verdad es que no estaba muy seguro de ello, pero no le quedaba otra opción que convertirse en el campeón de aquella hazaña, que quizás algún día por un gran escritor fuese contada.

Se arrancó la manga derecha que le quedaba en su sitio y la enroscó en la rama caída de un árbol que encontró cerca de su posición; después sacó la petaca que llevaba en el pantalón y que por suerte el mar no se había tragado, junto al barco y empapó la tela para prender la mecha. La dejó a un lado mientras cogía un par de palos y algunas hojas secas para hacer una pequeña fogata; y después de varios minutos frotando aquellos palos sin parar, logró que saltaran chispas y se puso a soplar. Ya tenía el fuego listo, por lo que acercó la tela empapada en whiskey y esta comenzó a arder.

Se adentró con paso firme en la cueva, pero con cuidado de no resbalar, porque el suelo estaba mojado y no quería lesionarse antes de empezar. Anduvo por el interior de aquella caverna oscura durante algunos minutos, hasta que un olor nauseabundo le golpeó la nariz y escuchó un ruido no muy lejos de allí. ¿Acaso la bestia estaba roncando? Mejor para él, estaría atontada y resultaría más fácil matarla.  

A unos pocos metros más adelante, se encontraba la Hidra tumbada, hasta parecía buena mientras dormía y roncaba. De pronto una de las cabezas abrió los ojos y se encontró de frente con el joven pirata, que la miró extasiado mientras se incorporaba. Aquel bicho tendría por lo menos el mismo tamaño que su barco hundido. ¿Cómo podría enfrentarse a ella con una espada y una pequeña antorcha medio apagada? Los músculos no le funcionaban, sus piernas no se movían y la Hidra cada vez estaba más erguida. Entonces pensó en Stella, en su dulce esposa que había sido capaz de acabar con la fiera sanguinaria y aquello le infundió las fuerzas que necesitaba.

Tenía que tener cuidado para no resbalar y por ello tuvo que ir más lento de lo recomendado, además necesitaba que la mecha le siguiese alumbrando. Tras unos minutos que resultaron agónicos, con la Hidra pisándole los talones, logró salir de la cueva y llegar al despejado pantano. Volvió a mojar la antorcha con el poco alcohol que le quedaba y la acercó de nuevo a la fogata, que estaba casi apagada. Entonces la Hidra hizo acto de presencia y comenzó la batalla que resultó épica.

El joven pirata atacó a la cabeza izquierda de la Hidra, seccionándola muy cerca del torso y después con un movimiento ágil, esquivó la mordida de la segunda cabeza para acabar con la de la derecha. Pero aquello se regeneraba demasiado rápido y en un abrir y cerrar de ojos, había cinco cabezas en lugar de tres, no se lo podía creer.

— ¡Más rápido!- Se exigió a sí mismo para animarse.  

Y entonces volvió al ataque, seccionando la cabeza central con la mano derecha y girándose al ritmo de una tarantela, para cortar con gran destreza la cabeza derecha.

¿Otra vez?

Siete cabezas tenía ahora ante sí y tuvo que moverse muy rápido, para no acabar entre sus dientes empalado. Debía quemar las cabezas que cortaba o no tendría ninguna oportunidad de acabar con vida tras la batalla; por ello se lanzó con todas sus fuerzas a por la primera cabeza, la segunda, la tercera y por fin la cuarta, hasta consiguió prenderles fuego antes que del todo se regeneraran. Volvía a estar como al principio, con tres cabezas nada más, pero esta vez la Hidra estaba más cabreada e iba a resultar más difícil matarla.

Robert estaba agotado, no podía más, no solo debía cortar las cabezas y quemarlas, también tenía que esquivar las mordeduras de las que seguían sin estar cortadas. Por ello se armó de valor y con el poco aliento que le quedaba, dio un gran salto hacia delante, mientras cortaba con gran agilidad las dos cabezas laterales en el aire; y al aterrizar de nuevo en el suelo, apuntó a las cabezas con la antorcha y las prendió fuego. Solo quedaba una, por fin, pero apenas podía tenerse en pie y aquella cabeza casi le clava los colmillos en una pierna.

Entonces escuchó un grito de mujer y la cabeza de la Hidra cayó a sus pies. Al levantar la mirada hacia aquella aliada inesperada, se dio cuenta que Stella portaba una espada grande y afilada. Había seccionado la cabeza de la Hidra para salvarle la vida, no solo era una gran pirata y su mujer, también una heroína.

¿Qué haces aquí? ¿Cómo has podido llegar hasta mí? Quiso saber el joven que apenas podía sostenerse en pie.

Era un reto demasiado grande el que tenías por delante y no quería dejarte solo. Se me ocurrió que cogiendo todas las monedas con el dibujo de la Hidra, me harían viajar hasta la fiera para enfrentarme con ella. Si mi plan ha funcionado, todas estas monedas deben haber perdido la maldición que les habían echado. Respondió, mientras colocaba el brazo de su marido alrededor de su cuello, para ayudarle a sostenerse y ambos, desaparecían de repente.

Ya en la cueva de la isla perdida, vieron cómo la teoría de Stella cobraba vida. Al extender las manos y ver que tras una luz dorada y brillante, aparecían decenas de monedas, que a duras penas podían sostener, comprendieron que juntos serían más fuertes y el tesoro en menos tiempo lograrían poseer.

¿Sabes? Eres la mujer más lista y bella que he conocido en toda mi vida. Doy gracias a Poseidón por hacer que nuestras rutas se cruzasen, mi vida. Le dijo él, mientras soltaba las monedas al suelo y la atraía hacia él para besarla con todo el fuego que llevaba dentro.

Ella se dejó agasajar, se sentía tan bien en sus brazos que no pensaba objetar; pero estaba demasiado agotado y debía recuperar fuerzas, si quería enfrentar con acierto el próximo reto.

 Amor, tú descansa, que yo iré a buscarte algo de comida y un poco de agua. No tardaré. Le dijo ella y se apartó de su lado.

Debería ser yo quien cuidase de ti, no al revés. Se lamentó él, mientras se deslizaba hasta el suelo y reposaba la espalda en la roca del altar.

Soy digna hija de Barbanegra, no necesito nadie que cuide de mí, solo que me sea leal, me ame y no tema que una mujer en todo le pueda superar. Le dijo ella con una sonrisa pícara y juguetona.

Seré todo eso y mucho más, prometo que intentaré estar a tu altura y no ser un estorbo, diosa de la piratería. Y entonces se rió él también, pese al dolor que sentía por todo el cuerpo.

Lo sé, por eso entre todos los hombres del mundo, te escogí a ti. Debes ser un privilegiado. Y se marchó rauda y veloz hacia un arroyo cercano que había encontrado, donde además había unas bayas comestibles parecidas a las uvas negras que estaban extremadamente buenas.

Pocos minutos después, regresó con las bayas recogidas en sus enaguas y un cuenco improvisado con unas hojas grandes que llenó de agua. Robert le agradeció aquel almuerzo que le supo tan reparador y poco después las fuerzas, recuperó.

Muchas gracias, querida ninfa. ¿De dónde sacaste todo esto? ¿Y la espada? Dijo el joven mientras se incorporaba.

La espada la encontré cerca de la Hidra, junto a un montón de huesos y armaduras vacías; y las bayas y el agua las encontré aquí cerca, mientras exploraba la zona cuando no estabas. Confesó la joven, a la par que recogía la espada de su padre y le pasaba la otra a su amado esposo.

¿Estás lista para otra nueva aventura? Le preguntó él con una dulce sonrisa llena de orgullo y felicidad.  

Siempre lista. Respondió ella, alzando su espada.

Pues escoge una moneda, te toca elegir.

Stella enfundó su espada y cogió una moneda del baúl, entonces comenzó a buscar por todo el cofre todas las monedas que llevasen el mismo dibujo y se las metió a Robert en los bolsillos. Todas excepto una, que ella sostenía en una de sus manos, mientras con la otra que le quedaba libre, cogía la mano de Robert y pronunciaba en voz alta aquel nombre tan horrible.

¡Manticora! Gritó Stella y tanto ella como Robert desaparecieron de la cueva.

¿Cuántas aventuras les quedaban por vivir? ¿Cómo saldrían de aquella isla una vez acabasen con todas las pruebas? ¿Y dónde irían después de estas? Muchas preguntas que os dejo en el aire, pues el cuento llegó a su fin; quizás más adelante podáis leer una segunda parte, si el destino nos vuelve a reunir.

 

FIN

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