"Es difícil dejar marchar a un ser querido, pero mucho más
difícil es dejarle ir, cuando hay algo que le retiene aquí."
Andrea estaba sentada en un columpio, sola, en el patio de
una casa a la que después de esa noche no volvería jamás. Todos sus recuerdos
estaban entre esas cuatro paredes, sus amigos de la infancia, las cenas
familiares alrededor de la chimenea, su primer beso bajo la escalera del sótano
con aquél chico de aparato en los dientes. ¿Cómo se llamaba? ¡Qué más da! Ahora
ya nada importaba, las personas que más quería en el mundo se habían ido, la
habían abandonado y tendría que irse a vivir con su tía a la gran ciudad. ¿Pero
cómo podía pensar eso? Sus padres no tuvieron la culpa, sino aquél borracho que
se cruzó en su camino unas noches atrás. Cuando escuchó el timbre a las dos de
la madrugada, no imaginaba que la policía aparecería en su puerta para darle la
mala noticia. ¿Por qué a ella? Solo le faltaban unas horas para cumplir los 16
años y allí estaba, sentada en ese columpio chirriante, calada hasta los huesos
por la incesante lluvia y escuchando las banales conversaciones de sus
familiares a los que apenas había visto en su vida, en el interior de aquella
casa que hasta entonces había sido su hogar.
Su tía la vio por la ventana y salió paraguas en mano a
buscarla.
Marta: Andrea, estás empapada, entra dentro. Cámbiate y
recoge las últimas cosas. Sería bueno que te despidieses de todos, han venido a
darte el pésame. La casa sale a la venta en unos días y no volveremos por aquí
en mucho tiempo.
Andrea: No quiero que vendas mi casa. Si no tienes dinero
para cuidar de mí, no lo hagas, puedo vivir aquí sola perfectamente. Me buscaré
un trabajo y…
Marta: ¡Para! No lo entiendes, ese dinero es tuyo. Lo
guardaré en una cuenta a tu nombre y solo tú podrás disponer de él, pero esta
casa… Tus padres querían mudarse, es una ruina. Es mejor que la vendamos ahora
antes que se derrumbe y no podamos sacar ningún partido de ella.
Andrea: Sé que necesita una mano de pintura y que las
tuberías crujen por las noches. Que a veces también cruje el techo, pero aunque
es un desastre es mi casa.
Marta: No es segura para ti, cielo. Tu madre había entrado por
fin en razón e iba a venderla, iban a decírtelo, pero no les dio tiempo. Créeme,
es lo mejor. Esta casa siempre me ha dado mala espina, de pequeña recuerdo que
pasaba muchas noches en vela y hasta que no me fui de aquí no descansé realmente.
Andrea: A mi madre todas esas cosas le gustaban.
Marta: Lo sé, pero cuando naciste todo cambió. Lo malo es
que intentaron vender la casa muchas veces pero nunca la compró nadie. Claro,
que de eso no te acuerdas porque eras muy pequeña.
Andrea: No quiero irme.
Marta: Lo sé, pero ellos no volverán a cruzar el umbral de
esa puerta cariño, si es lo que esperas. Aunque duela, tenemos que seguir
adelante y toda mi vida está en la otra punta del país, no puedo dejar mi
trabajo y menos ahora que voy a tener una adolescente en casa. Vas a tener que
enseñarme a ser madre, no quiero remplazar a mi hermana, ella era la mejor en
eso, pero al menos creo que puedo hacer algo medianamente bien, si me dejas. Vamos,
entra dentro y despídete de la familia, nos vamos en una hora.
Andrea: Marcos.
Marta: ¿Qué has dicho?
Andrea: Nada, que ahora mismo voy.
Así se llamaba el chico del aparato con el que se besó bajo
la escalera, después de todo lo había recordado.
DÍAS MÁS TARDE
La mudanza se había dado sin muchos incidentes, una lámpara
rota y un par de platos desconchados no habían sido bajas demasiado graves que
lamentar. Aun estaba todo metido en cajas y había tantas que el trastero de la
casa de su tía estaba a rebosar, por lo que algunas cajas, las de Andrea, estaban sin
desembalar en su nueva habitación. Desde que habían regresado, Marta no había
podido dormir bien, lo achacaba al haber estado en aquella casa que le había traído
tan malos recuerdos y pensó que al venderla todo acabaría, pero qué equivocada estaba.
Andrea salió de la ducha, se puso una toalla en la cabeza,
el albornoz y se miró en el espejo empañado tras quitar el vaho con el dorso
de la mano. El color de sus mejillas había regresado por fin, después de haberse
pasado varios días tan pálida como el insípido cuarto de baño de su tía “la que
siempre estaba demasiado ocupada para decorar nada”. Por suerte para Andrea, eso le vendría muy
bien, ya que tenía un lienzo en blanco al que dar color a su antojo y de esa manera
estaría distraída, así no pensaría en cómo su vida se había ido por el desagüe
de la bañera de la noche a la mañana.
Tras vestirse, comenzó a abrir una caja tras otra y a
colocar sus cosas en unas pequeñas estanterías que su tía le había comprado por
su cumpleaños. Después de lo que había pasado, eso le dio un poco de esperanza.
Iba a comenzar una vida nueva en un instituto nuevo y el cambio le haría
distraerse. De repente, escuchó un ruido a su espalda y se giró. Una de las
cajas se había caído y se había esparcido su contenido por el suelo.
Seguramente la hubiesen colocado mal y se hubiese caído sí o sí, más tarde o
más temprano. Se agachó para recoger una pelota que había salido de la caja y
había ido rodado hasta debajo de la cama. Levantó los faldones de la colcha y
estiró el brazo para coger la pelota, podía rozarla con los dedos.
-¡¿Qué demonios ha sido eso?!- Dijo incorporándose
rápidamente.
Algo había rozado su mano. Volvió a agacharse y miró con
cuidado debajo de la cama, pero allí no había nada, excepto la dichosa pelota
roja y un montón de pelusas.
-Vaya, creo que necesito una escoba y un recogedor.-
Se levantó del suelo con la pelota en la mano y la dejó
sobre su cama. Recogió la caja del suelo y leyó lo que en ella ponía. Al ver un
nombre escrito en la caja, se quedó sorprendida.
“Cosas de Ana, no abrir”.
¿Quién era Ana y por qué había estado esa caja en el desván
de la casa de sus padres? Miró en su interior y quitando la muñeca de
porcelana, que por suerte no se había roto al caerse al suelo, y la tabla de
ouija, no había más que un montón de fotos antiguas y un guardapelo medio
oxidado. ¿Por qué tendrían sus padres en el desván esa caja? ¿Y desde cuándo su
madre jugaba con ouijas? Siempre le había dicho que eran cosas muy peligrosas y
no se debía jugar con ellas.
Al llegar a casa su tía se lo preguntaría, mientras tanto,
tenía una cita con las pelusas bajo su cama y el recogedor.
Tras la cena, Andrea le preguntó a su tía por la caja
misteriosa, y digo misteriosa, porque fue escuchar la inscripción de la caja y
a Marta le cambió la expresión.
Andrea: Pues para no ser nada importante, parece que hayas
visto un fantasma.
Marta: ¿Por qué lo dices?- Dijo mientras sostenía, con manos
temblorosas, la taza de té frente a su nariz.
Andrea: Por eso mismo. Te has puesto nerviosa. ¿Quién es
Ana?
Marta: Nadie, seguramente era de los antiguos dueños y
estaba mezclada con las cosas de tus padres. Dame la caja, me desharé de ella
ahora mismo, mañana pasará el camión de la basura y todo listo. Bastantes cosas
tenemos ya por el medio como para quedarnos con cosas que encima no son nuestras.
Andrea: Voy por ella.
Cuando Andrea salió de la habitación, Marta dejó la taza en
la mesa y tuvo que agarrarse para no perder el equilibrio al ponerse de pie.
Hacía mucho que no había escuchado ese nombre, desde aquella noche en la que
ella y su hermana habían encontrado la dichosa ouija escondida en el desván. Eran
solo unas crías y pensaron que sería divertido probar ese juego nuevo, encontrarlo
había sido todo un descubrimiento digno de un buscador de tesoros, pero aquello
no era un juego y lo habían aprendido de la peor forma posible. ¿Acaso el
accidente tendría que ver con todo aquello?
Cuando Andrea le llevó la caja a su tía, la cogió temerosa y
salió a la calle con ella, la dejó dentro del contenedor de basuras y regresó
más calmada.
Marta: Ésta noche dormiré mejor que nunca.
Andrea no era tonta y sabía que su tía le ocultaba algo,
pero no quiso preocuparla y se acostó temprano, ya que al día siguiente
comenzaba las clases en su nuevo instituto y no quería llegar tarde.
A la mañana siguiente, Andrea se despertó antes que su tía,
se vistió, desayunó y cuando salía corriendo por la puerta de la casa y se
despedía de su tía a la que se le habían pegado las sábanas, algo le
obstaculizó el paso y cayó de bruces en el descansillo.
Andrea: ¿Pero qué…? ¿Tía no habías tirado esta caja anoche?
Pensaba que la habías bajado a la calle, no que la habías dejado en el
descansillo para que se la llevasen los vecinos.
Entonces la taza de café que Marta tenía en las manos, cayó
al suelo y se hizo añicos.
Marta: La tiré, juro que la tiré. ¿Cómo…? No es posible, fue Ana.
Andrea: ¿Quién demonios es Ana?
Continuará…
No hay comentarios:
Publicar un comentario