Samantha
estaba aburrida, llevaba varios días sin nada que hacer. Decidió echarse las
cartas del tarot, por entretenerse un rato. Pero había un problema,
supuestamente, las brujas no se pueden echar las cartas a sí mismas, no por la
creencia popular de que trae mala suerte, sino, porque no hay objetividad con
los resultados. Decidió probar entonces con su pasado, pero era una tontería,
el pasado ya lo había vivido y se lo conocía al dedillo. Pasaron varios
minutos, mientras daba vueltas a la baraja de cartas en sus manos, de pronto
tuvo una idea, no sabía si funcionaría, nunca lo había probado y tampoco había oído
de nadie que lo hubiese intentado antes, pensó que estaría bien conocer su vida
pasada.
Cada vez que
lo pensaba, estaba más segura, le gustaría saber quién había sido, a qué se había dedicado y si había heredado algunos de los gustos o temores de aquella persona. Si no
salía bien, no perjudicaba a nadie y si funcionaba, sería un buen modo de pasar
el tiempo en casa.
Se quitó el
reloj, para evitar que las cartas se imantaran y se relajó. Soltó las cartas
boca abajo en la mesa y las esparció por ella, las mezcló en sentido contrario
a las agujas del reloj y las recogió de nuevo. Barajó un poco las cartas y se
dispuso a levantar la primera carta que necesitaba, mientras pensaba en su vida
pasada.
La carta que
sacó era la del mago.
Comenzó a escrutar la carta, a ver si notaba algo. Se
fijó en su cara, en los productos que tenía alrededor de la mesa donde se
encontraba, pero sobre todo en sus manos. De pronto vio ante sus ojos, esas
mismas manos, las de un alquimista que mezclaba con cuidado, varias sustancias.
¿Eso que tenía en las manos era cicuta?
Notaba el
relincho de unos caballos a lo lejos y el olor característico de los prados
verdes. Hacía frío, aunque el alambique que tenía a su lado le proporcionaba
algo de calor. Miró a su alrededor y vio donde se encontraba, una tienda de
campaña grande de tela, como las que usan los ejércitos para resguardarse en el
campo de batalla, cubría una pequeña estructura con apuntalamientos de madera.
La tela estaba vieja y sucia y era de un color ocre tirando a marrón. Había un
pequeño camastro detrás de ella, junto a un taburete con una palancana llena de
agua encima y una mesa de madera, justo ante la que estaba el alquimista preparando
sus brebajes, nada más.
De pronto el sonido de los caballos se hizo más fuerte,
hasta que se escuchó hablar a alguien fuera de la tienda. No reconocía el idioma,
pero parecía que lo hablase de toda la vida, podía entender que los hombres
que se encontraban al otro lado, hablaban de asesinar a otro hombre, un tal Temujin.
A Sam no le
sonaba mucho el nombre, pero al alquimista si.
En ese
momento de ansiedad, Sam regresó a su hogar, la conexión se había perdido,
intentó forzar demasiado al procurar indagar en los recuerdos de aquél hombre.
Volvía a estar en su casa, a salvo, pero quería saber más, necesitaba volver a
ese lugar.
Sacó una
nueva carta del mazo y la puso junto al mago. De repente, se fijó en algo que
destacaba en esa carta, era el juicio y no podía apartar los ojos de una
bandera blanca con una cruz roja en el centro.
Instintivamente cerró los ojos y
respiró hondo, poco tuvo que esperar, volvió a concentrarse y apareció de nuevo
ante esas manos curtidas por el duro trabajo de muchos años y los productos químicos. Las voces
se aproximaban, al fin descubriría de quien se trataba. Al instante, una
silueta blanca con una cruz roja en el pecho entró por la abertura de la
tienda. Era un hombre alto y fuerte, con una barba negra que le cubría parte
del rostro y unos ojos negros azabache que parecían cansados y estaban llenos
de arrugas. Seguido de ese hombre, de barba y porte elegante, entró otro hombre
más joven, pero con la barba igual de cuidada que el anterior y los ojos color
avellana. Se aproximaron al alquimista que estaba terminando de embotellar un
líquido negro en un frasco de cristal. Era un veneno, seguro, había introducido
un líquido hecho a base de cicuta y otras sustancias que no podía reconocer,
pero lo sabía.
El hombre
más alto, se quitó la capucha y un mechón de pelo negro le cayó por la frente. Recogió
el frasco y se retiró el pelo de la cara sin apenas inmutarse. El hombre más joven, le entregó una
bolsa al alquimista, que este, esperó a abrir, cuando los dos hombres se hubieron marchado. Sam supuso que lo haría como muestra de confianza hacia aquellos hombres, se notaba que les respetaba y temía en igual medida. Cuando ambos hombres salieron de la
tienda y mientras se escuchaba relinchar a los caballos y como se alejaban al
galope, el alquimista abrió la bolsa y Sam pudo ver lo que contenía. Estaba repleta de
piedras preciosas, rubís, esmeraldas, zafiros y perlas que relucían junto a varias monedas de oro. Sam se quedó petrificada, pero sin poder hacer nada para
remediarlo, se fue alejando de todo eso poco a poco, hasta que regresó a su casa
y abrió los ojos de golpe.
Recogió las
cartas, pero algo no le cuadraba. Recordaba perfectamente todo lo vivido y al igual
que había sabido el principal ingrediente para el veneno, sabía para quien era
y dónde había estado viviendo en su vida pasada, Mongolia.
Nada de eso
tenía sentido, los Templarios jamás se enfrentaron a Gengis Kahn, era
imposible.
Decidió
indagar en la historia, buscó en la biblioteca nacional, en los libros que
tenía en su casa y en internet. Nada la complacía, sería cosa de su
imaginación, como siempre creía, pero cuando la búsqueda llegaba a su fin,
encontró algo bastante extraño que le llamó la atención.
"Tiempo atrás, en los
últimos años de vida de Gengis Kahn, un grupo de Templarios intentó matarlo,
envenenándolo. El intento de asesinato fue en vano y dichos Templearios, fueron
asesinados, supuestamente por venganza, se cree que por el hijo menor de Gengis
Kahn, Ogatai Kahn.
Más tarde se descubrió
que la venganza, no había sido el único motivo que llevó a Ogatai a intentar acabar con la vida de los templarios.
Los historiadores creen
que han descubierto el motivo principal de aquella disputa. En la isla de Issyk-Kul, los Templarios habrían
construido un castillo, ayudados por los nestorianos cristianos, para guardar
sus inmensas riquezas, acumuladas a lo largo de los años. Gengis
Kahn se enteró de aquella posible riqueza al alcance de su mano y quería apoderarse de ella.
La batalla se dio en
el campo de Liegnitz, donde la horda de Templarios que acudió, no fue rival
para el inmenso ejército del comandante. Como ya dije anteriormente, por aquél
entonces, se cree que Gengis Kahn no sería el que lideraría la batalla, sino su
hijo menor. Ogatai estaba cegado por la riqueza y la venganza, lo que le
condujo directamente a la victoria en la batalla."
Sam estaba
sorprendida, nunca hubiese imaginado que esa pequeña historia que apenas
aparecía reflejada en ningún parte, hubiese sido tan clara para ella. Las cartas
no se habían equivocado. Nunca sabría si era cierto, que ella había sido quien
fabricó el veneno en su antigua vida, no había modo de corroborarlo, pero de lo
que si estaba segura, era que había podido vivir un pedacito de la historia en sus propias carnes y le
dieron ganas de volver a intentarlo, no en ese momento, pero sabía que más tarde o más temprano, su
ansia de saber le reclamaría y tendría que seguir retrocediendo en el tiempo. Dudaba
hasta cuándo ni dónde podría llegar, pero ahora que lo había probado, estaba
deseando volver a viajar en el tiempo, eso seguro.
Continuará...
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