martes, 3 de noviembre de 2015

El legado de las brujas. Capítulo 1



Sarah estaba recolectando manzanas una mañana de finales de octubre. Pronto llegaría la noche más mágica del año, en la que el velo que separa los dos mundos, es apenas visible. Esa noche, Sarah celebraría Samhain acompañada de su aquelarre, danzarían, realizarían hechizos para favorecer la fertilidad y las cosechas, jugarían a pescar manzanas dentro de un barril de agua y usarían calabazas a modo de faroles, como era la tradición para venerar a los dioses.

Beth: Querida ¿recogiste suficientes manzanas para la fiesta?
Sarah: Sí, madre.
Beth: De acuerdo, necesito que me acompañes al pueblo, hemos de asistir un parto.

La madre de Sarah era una gran comadrona, había ayudado a traer al mundo a la mayoría de jóvenes del pueblo y Sarah pronto seguiría sus pasos. 

Pasaron las horas y la multitud se agolpaba a las puertas de una gran casa. De repente, el llanto de un bebé se escuchó y los allí presentes entraron en júbilo, había nacido un niño, el primogénito del gobernador.

Días más tarde, en la noche de todos los santos, Sarah estaba colocando las manzanas alrededor del altar. En él había frutos secos, calabazas decoradas y frutas de temporada. Todo estaba muy colorido y la joven realmente disfrutaba con los preparativos. Se acercó a las velas y posó su mano encima de una de ellas, miró a todas partes para comprobar que se encontraba sola y al no ver a nadie, cerró los ojos y el calor que emanaba de su cuerpo encendió una pequeña llama. Al ver su hazaña, Sarah sonrió orgullosa y triunfal. Pero no estaba sola, alguien la observaba oculto tras unos matorrales y la joven ajena a todo, celebró la festividad con sus hermanas como era de esperar.

Al terminar los rituales, mientras todas las demás brujas se marchaban a recorrer el bosque  y  bañarse desnudas en el lago, Sarah se quedó rezagada, recogiendo las sobras y todo cuanto habían usado, no quería que tuviesen problemas con los vecinos y las acusaran de brujería. 
Por aquellos tiempos, la caza de brujas estaba al alza, debían tener cuidado con hacer manifestaciones delante de los demás o tendrían muchos problemas. Entonces, el hombre que se encontraba oculto salió de su escondite y sorprendió a Sarah, a la que se le cayeron las manzanas al suelo de la impresión.

Abraham: ¿Qué haces aquí a estas horas, Sarah?
Sarah: Buenas noches, gobernador. Verá, mis amigas y yo nos hemos reunido esta noche para cenar juntas y estaba recogiendo la mesa. Hace una noche muy buena y queríamos cenar al aire libre. ¿Qué le trae por mi humilde morada?
Abraham: He visto lo que has hecho. ¡Eres una bruja! ¿Cierto? No me lo puedes negar, lo que no sé a ciencia cierta es si eres la única oveja negra de tu familia o hay alguien más en el rebaño.
Sarah: No, yo… Ninguna lo es.
Abraham: No temas, no diré nada.
Sarah: Gracias, señor.

El gobernador se acercó a Sarah y le apartó un mechón de pelo de la cara. Ésta por instinto se apartó de él, pero apenas logró zafarse y por desgracia, aquella noche no solo marcaría de por vida a la joven, sino también el curso de la historia.

Con las ropas rasgadas llegó a su casa, su madre y sus hermanas aun no habían regresado de la celebración, por lo que se fue directamente a la tina a darse un baño. Se sentía sucia y quería limpiarse lo mejor posible el rastro de aquél desgraciado, que había acabado con ella en aquél altar, bajo la luna llena de sangre. 
 Nunca pasa nada bueno cuando hay sangre en la luna y Sarah lo había aprendido de la peor forma posible. Bajo el agua, se dejó llevar en un mar de lágrimas, nadie sabría jamás lo sucedido, la vida de su madre y sus hermanas dependía de ello y Sarah lo sabía, el gobernador se había encargado de hacérselo entender.

Pasaron las semanas y Sarah no pronunciaba palabra, temía que al hacerlo, una lágrima furtiva se le escapase y no fuera lo suficientemente fuerte, como para evitar, que su lengua volase libre y fuera de control.

Una noche, su hermana pequeña se encontraba en el granero, dando de comer a las gallinas, cuando escuchó un ruido y se escondió. El gobernador entraba por la puerta, casi arrastrando a su hermana Sarah que iba llorando desconsolada. Cada noche ocurría lo mismo, cuando todas se iban a dormir, el gobernador entraba por la ventana de la habitación de Sarah y la arrastraba hasta el granero donde le arrancaba un pedazo de su alma cada vez mayor. Apenas quedaba nada de la joven que había sido antaño. Cuando el gobernador se marchó, la hermana pequeña  de Sarah, que tan solo tenía un par de años menos que ella, salió y se arrodilló junto a su hermana para abrazarla. 

Meg: ¡Sarah! ¿Estás embarazada?
Sarah: No se lo digas a nadie, por favor Meg.
Meg: Pero pronto empezará a notarse. ¿Cómo nos lo has ocultado todo este tiempo? Sobre todo a madre, sabes que ella lo huele a distancia.
Sarah: No puedes decir nada a nadie, hice un hechizo de ocultación, pero no resistirá eternamente. Yo sé que mi vida está sentenciada, pero las vuestras están a salvo mientras yo no diga nada. Debes prometérmelo, hermana.

Meg vio la súplica en los ojos de su hermana y no pudo negarle nada.

Meg: Te lo prometo, Sarah.

MESES DESPUÉS

Sarah era una joven muy bella y dulce, las mujeres del pueblo siempre estuvieron celosas de ella y ahora que sabían que estaba embarazada, tan joven y sin marido, no tardaron en especular acerca de su condición de bruja. Todas temían que alguno de sus esposos hubiese sido hechizado y la hubiese dejado en cinta, por lo que los rumores no tardaron en llegar hasta la inquisición.

Una mañana, mientras Sarah y su familia desayunaba tranquilamente, escucharon unos caballos que se aproximaban a la casa. Cuando la madre de Sarah salió, ya sabía lo que les esperaba. Unos hombres entraron a la fuerza y sacaron a Sarah a empujones, la metieron en un carro con rejas de hierro y la llevaron a los calabozos, donde sería ajusticiada. La joven conocía su destino y sabía muy bien que lo único que podía hacer, era poner a salvo a la criatura que portaba en su interior, ella sería la encargada de transmitir su legado, el legado de las brujas.

Sarah: ¡No soy bruja!
Inquisidor: ¡Una vez más!
Sarah: ¡No, por favor! ¡No lo soy!

A Sarah le ardían los pies, le habían hecho cruzar un camino de brasas candentes y las ampollas no le dejaban a penas caminar, además, le habían hecho meter las manos en una hoguera, clavado agujas por todo el cuerpo y ahora estaba atada con una cuerda alrededor de sus axilas y era introducida en un pozo lleno de agua, una y otra vez hasta que perdía el conocimiento.

Cuando la dejaron en el calabozo, no tenía fuerzas para nada, ni siquiera tenía más lágrimas que derramar, se agarraba fuerte la tripa por miedo a perder a la criatura que estaba a punto de nacer. De pronto, notó un dolor muy fuerte en el vientre y no pudo reprimir un grito. Una mujer que pasaba por allí, aquella que servía la comida a los condenados, se detuvo delante de su puerta. Al ver la escena, pidió al guarda que la dejase asistir a la joven, pero el guarda al principio se negó. La mujer le convenció, al decirle que si la joven era hallada muerta sin haber sido juzgada, los dos tendrían muchos problemas, por lo que el guarda abrió la puerta y la mujer entró en la celda.

Sarah tenía contracciones y el bebé estaba a punto de nacer, no había tiempo que perder. La mujer se hizo con una palancana de agua caliente y muchos trapos. El guarda se marchó de la celda, al pensar que sería muy macabro ver a una bruja dando a luz a un ser tan demoniaco y temeroso de la acción de Dios, dejó solas a las dos mujeres.
 
Tras varias horas de agonía, Helena llegó al mundo, sana y salva. Era una preciosa niña con el pelo negro y las mejillas sonrosadas. La mujer cargó a la niña en sus brazos y se la cedió a Sarah envuelta en unos trapos. Sarah cogió a su hija y la emoción le desbordó. Cerró los ojos, recitó unas palabras en voz alta y le besó la frente, marcándola con su energía y cediéndole todo su poder. Además, había silenciado a su hija durante unos momentos, hechizándola el tiempo suficiente para que pasase por un cadáver a los ojos de los guardas, que al darla por muerta se lo dirían al inquisidor y la niña dejaría de estar en el punto de mira. Entregó la niña a la mujer que le había ayudado a dar a luz y le rogó que cuidase de ella.

Sarah: Por favor, se lo ruego. No deje que se la lleven, la matarán.
Morgana: No puedo, nunca he querido tener niños, soy una mujer solitaria.
Sarah: Por favor, usted es una bruja como yo y como lo es ahora mi hija, no les deje que la maten, se lo ruego. Mi vida ya esta sentenciada y sé que ella está predestinada a hacer grandes cosas y en el fondo de su corazón, usted también lo sabe.

La mujer miró a los ojos de la niña, tan azules y profundos como un mar embravecido y pudo ver lo que Sarah le decía, esa criatura era especial.

Morgana: Tiene la chispa en sus ojos, no hay duda. No te preocupes querida, yo cuidaré de ella como si fuese mi propia hija.

Sarah le cogió la mano y la apretó en señal de gratitud, sabía que sería la única forma de mantener viva a su hija. Si entregaba la niña a su familia, siempre y cuando el inquisidor no la matase o la hiciese su sierva, podría poner en peligro a su madre y sus hermanas. Qué diferente hubiera sido todo si su padre hubiese vuelto con vida de la guerra. Miró por última vez a su tesoro, antes que las lágrimas lo inundasen todo y se preparó para lo que en unas horas acontecería, su final.

La mujer salió de la celda con la niña envuelta en andrajos, cuando pasó junto al guarda, le mostró a la criatura que no respiraba y estaba casi azul, el guarda le dijo que serviría de comida para los cerdos, por lo que la mujer asintió con la cabeza y se marchó con la niña en los brazos. Al salir de las mazmorras, la pequeña volvió a respirar y a recuperar su color rosado natural. Morgana le dedicó una dulce sonrisa y se marchó.

Al atardecer, allí estaba Morgana, oculta bajo una capucha marrón, con la niña entre sus ropas, pegada a su cuerpo y escondida entre la multitud. Los clarines sonaron y las puertas de las mazmorras se abrieron para dejar paso a una hilera de presos encadenados, entre los que se encontraba Sarah.

La joven había terminado confesando por brujería, tras recibir la visita del gobernador en su celda y asegurarle que si ella confesaba, acatando el castigo que el inquisidor le impusiera, su familia estaría a salvo. Por suerte o por desgracia, el gobernador era un hombre oscuro, pero de palabra y cumplió su promesa. Pero el precio que tuvo que pagar Sarah fue muy alto, quemarse en la hoguera hasta morir.

Sí, así era. Allí estaban las pilas de heno a los pies de los cinco grandes postes de madera, a los que ataron a los presos. La familia de Sarah lloraba desconsolada, pero Sarah no derramó ni una sola lágrima más, se mantuvo firme con la mirada perdida en el horizonte.

Muchedumbre: ¡Destrúyanlos a todos, el señor lo sabrá todo! ¡A la hoguera con ellos! ¡Muerte a la bruja!
Verdugo: ¿Algo que alegar?
Sarah: Los dioses de una antigua religión, son los demonios de una nueva. Nunca le deseé el mal a nadie, pero solo espero que algún día se haga justicia, por el bien de la humanidad.

Morgana no quería ver como terminaban las cosas, no podría explicarle a Helena el día de mañana, que no pudo hacer nada para salvar a su madre mientras veía como la quemaban en la hoguera. No sería capaz de mirarla a la cara y además, tampoco podía estar presente en las ejecuciones, su empatía la destrozaba por dentro al sentir lo mismo que sentían las personas de su alrededor. 

Antes de tomar el camino que salía del pueblo, para no regresar jamás, echó un último vistazo a Sarah, que ya comenzaba a notar como el calor abrasador subía por debajo de su falda y pudo entrever en sus labios, un último "gracias" salir de su boca, antes de estremecerse de dolor y perder el conocimiento.

Morgana se alejó con lágrimas en los ojos y con una pequeña niña durmiendo en su regazo, bajo la gruesa túnica que llevaba. Esa pequeña lo cambiaría todo, estaba segura, ella marcaría el inicio de una nueva era. El resurgir de las brujas.

 
Continuará…

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