Shanna era
una chica alta, esbelta y rubia de ojos claros. Era dulce y valiente, a la par
que lista y sagaz. Estaba en el instituto, aunque se sentía aún una niña.
Dibujaba en clase de lengua garabatos en el papel, cuando de pronto se quedó
dormida. Llevaba un tiempo durmiendo mal, no sabía porque, pero desde que se
mudaron, algo le quitaba el sueño. Hacía 3 meses que se habían terminado de
instalar, ya tenía muchos amigos y las clases no se le daban tan mal. Era
feliz, pese a sus continuos desvelos nocturnos. De pronto algo la despertó, era
su compañera Amanda, que le daba codazos para que se despertase, antes que la
profesora se diese cuenta y la dejase castigada toda la tarde.
Intentó
mantener los ojos abiertos hasta que terminaran las clases y lo consiguió, con
esfuerzo, pero lo hizo. Recogió su mochila y se despidió de su amiga al inicio
del camino que daba al bosque, el que tomaba para llegar antes a su casa, sus
padres se lo habían prohibido, pero estaba tan cansada que no hubiera podido
esperar al autobús sin quedarse dormida en la parada.
Caminaba despacio,
todo lo atenta que podía para no tropezarse. Cuando se aproximaba a su casa,
algo cayó de un árbol y le golpeó la cabeza. Shanna se llevó las manos a la
zona dolorida y se frotó con ganas. Miró hacia arriba, pero no vio nada. Siguió
caminando y al poco, algo la volvió a golpear. Estaba asustada, raro en ella.
Tenía claro que no podía ser una coincidencia. Dejó su mochila en el suelo y
trepó hasta la copa de uno de los árboles, manchándose de musgo los vaqueros.
Al llegar, vio algo extraño. En lo alto del árbol, había un cofre dorado con
una cerradura muy peculiar. Decidió cogerlo y volvió a bajar, con cuidado para
no caerse, pero cuando estaba muy cerca del suelo, las fuerzas le fallaron,
resbaló y cayó. Se hizo daño, pero nada grave que una noche de sueño y reposo
no pudiesen curar. Recogió su mochila, introdujo el cofre en ella y se
marchó.
Cuando llegó
a casa, recordó que sus padres llegarían tarde, tenían la fiesta de cumpleaños
del jefe de su padre, en el instituto arqueológico. La niñera la esperaba,
odiaba a esa niñera, pero se ocupaba de su hermano pequeño cuando sus padres
salían, según ellos, Shanna seguía siendo una niña, aunque faltaba poco para
que cumpliese los dieciséis. La niñera era la típica adolescente despreocupada,
la echaba pronto a la cama para ponerse a ver la tele y apoderarse del teléfono,
no era más que un par de años mayor que Shanna, pero le encantaba regodearse
con eso. La chica la estaba esperando con la cena en el microondas. En cuanto
cenó, la echó a su habitación, aunque esta vez a Shanna no le importó, quería
ver lo que contenía aquella caja.
Subió los
escalones de dos en dos, estaba eufórica. Cuando llegó, dejó la cartera sobre
la cama, sacó el cofre y lo dejó encima de su escritorio. ¿Cómo lo abriría? No
tenía la llave. Decidió buscar algo para forzar la cerradura, pero todo lo que
usaba se rompía, no era lógico. Usó hasta unas tijeras, que se rompieron en
cuanto tocaron la cerradura. De pronto, algo en su interior se sobrecogió. Fue
a su joyero, recordaba que su padre había encontrado un pequeño broche en una
de sus expediciones y se lo había regalado. Tenía una forma muy parecida a la
de la cerradura. Colocó el broche y la tapa se abrió. Del cofre salió una luz
muy intensa y una sombra que se deslizó por el suelo hasta el borde de la
ventana abierta, por donde se escabulló. Shanna se quedó sin aliento, pero en
su interior, cuando la luz se disipó, vio un pequeño colgante de oro que pendía
de una cadena de seda negra. El colgante tenía la forma de un cazador de sueños
con un zafiro azul en el centro. ¿Pero qué hacía eso en lo alto de un árbol?
Shanna lo cogió y se lo colgó del cuello. De pronto la luz de su habitación se
apagó y de repente, toda la estancia se llenó de una resplandeciente luz azul
durante escasos segundos, para después, regresar a la normalidad. Intentó
quitarse el colgante, pero fue en vano, el cierre no se abría, por lo que
decidió guardárselo bajo la ropa e intentarlo de nuevo a la mañana siguiente.
Estaba
agotada, se duchó, se puso el pijama y se acostó. Pasaron las horas y comenzó a
soñar. Estaba en la jungla, era muy frondosa y húmeda, a lo lejos, escuchaba el
ruido del agua al caer. Se adentró entre la maleza y tras ella, divisó un
pequeño lago en el cual desembocaba una cascada. El agua era cristalina, se
veían los peces nadando de un lado para otro. Shanna se fijó en la cascada,
había algo tras el agua. Se zambulló, iba en pijama y notó el frío del agua
recorriendo su cuerpo. Notaba los peces que le rozaban los pies al pasar junto
a ella. Nadó y atravesó la cascada, en un saliente encontró algo extraño, otro
cofre que abrió. En su interior, había un pergamino escrito en una lengua
antigua. Shanna creyó recordar que era Maya o Azteca, aunque no estaba muy
segura, sus padres intentaron enseñarle las viejas lenguas, pero a ella lo que
le gustaba en realidad era la decoración de interiores, cada poco tiempo hacía
remodelar su habitación, una cosa por allí, otra por allá. No se cansaba de
cambiar las cosas de sitio. Eso no tenía mucho que ver con la arqueología, por
lo que no le prestaba mucha atención a las lecciones de idiomas de sus padres.
Cogió la caja con el pergamino y volvió a cruzar la cascada, salió del
agua y volvió a adentrarse en la maleza. De pronto, el despertador sonó. Shanna
se despertó y notó que estaba empapada, no de sudor, sino empapada de verdad, como
si el sueño hubiese sido real. Se sorprendió más al ver en sus brazos el cofre,
cuando lo abrió, el pergamino de su sueño seguía allí. ¿Había sido un sueño, o
había estado allí en realidad? ¿Pero cómo? No había salido de casa. Miró el
calendario y no había nada raro, era la mañana siguiente, algo extraño sucedía
y al parecer tenía que ver con ese colgante.
Continuará...
No hay comentarios:
Publicar un comentario